sábado, 16 de marzo de 2013

Paulo Freire - Pedagogía de la autonomía


Pedagogía de la autonomíaPaulo Freire

Siglo veintiuno editores Argentina s. a.
Lavalle 1634 11 A (C1048AAN), Buenos Aires, República Argentina

Freire, Paulo
Pedagogía de la autonomía: saberes necesarios para la práctica educativa.- 1a. ed.-
Buenos Aires: Siglo XXI Editores Argentina, 2002.

Título original:
Pedagogia da autonomia. Saberes necessários à prática educat
iva
.


(Selección de Cátedra)


 
Primeras palabras
La cuestión de la formación docente junto a la reflexión sobre la práctica educativa progresista en favor de la autonomía del ser de los educandos es la temática central en torno a la cual gira este texto.  Temática a la que se incorpora el análisis de los saberes fundamentales para dicha práctica y a los cuales espero que el lector crítico añada algunos que se me hayan escapado o cuya importancia no haya percibido.
Debo aclarar a los probables lectores y lectoras lo siguiente: en la misma medida en que ésta viene siendo una temática siempre presente en mis preocupaciones de educador, algunos de los aspectos aquí discutidos no han estado ausentes de los análisis hechos en anteriores libros míos.  No creo, sin embargo, que el regreso a los problemas entre un libro y otro, y en el cuerpo de un mismo libro, enfade al lector.  Sobre todo cuando ese regreso al tema no es pura repetición de lo que ya fue dicho.  En mi caso personal retomar un asunto o tema tiene que ver principalmente con la marca oral de mi escritura.  Pero tiene que ver también con la relevancia que el tema de que hablo y al que vuelvo tiene en el conjunto de objetos a los que dirijo mi curiosidad.  Tiene que ver también con la relación que cierta materia tiene con otras que vienen emergiendo en el desarrollo de mi reflexión.  Es en este sentido, por ejemplo, como me aproximo de nuevo a la cuestión de la inconclusión del ser humano, de su inserción en un permanente movimiento de búsqueda, como vuelvo a cuestionar la curiosidad ingenua y la crítica, que se vuelve epistemológica.  Es en ese sentido como vuelvo a insistir en que formar es mucho más que simplemente adiestrar al educando en el desempeño de destrezas.  Y por qué no mencionar también la casi obstinación con que hablo de mi interés por todo lo que respecta a los hombres y a las mujeres, asunto del que salgo y al que vuelvo con el gusto de quien se entrega a él por primera vez.  De allí la crítica permanente que siempre llevo en mí a la maldad neoliberal, al cinismo de su ideología fatalista y a su rechazo inflexible al sueño y a la utopía.
De allí el tono de rabia, legítima rabia, que envuelve mi discurso cuando me refiero a las injusticias a que son sometidos los harapientos del mundo.  De allí mi total falta de interés en, no importa en qué orden, asumir una actitud de observador imparcial, objetivo, seguro, de los hechos y de los acontecimientos.  En otro tiempo pude haber sido un observador “accidentalmente” imparcial, lo que, sin embargo, nunca me apartó de una posición rigurosamente ética.  Quien observa lo hace desde un cierto punto de vista, lo que no sitúa al observador en el error.  El error en verdad no es tener un cierto punto de vista, sino hacerlo absoluto y desconocer que aun desde el acierto de su punto de vista es posible que la razón ética no esté siempre con él.
Mi punto de vista es el de los “condenados de la Tierra”, el de los excluidos.  No acepto, sin embargo, en nombre de nada, acciones terroristas, pues de ellas resultan la muerte de inocentes y la inseguridad de los seres humanos.  El terrorismo niega lo que vengo llamando ética universal del ser humano.  Estoy con los árabes en la lucha por sus derechos pero no pude aceptar la perversidad del acto terrorista en las Olimpíadas de Múnich.
Me gustaría, por otro lado, subrayar para nosotros mismos, profesores y profesoras, nuestra responsabilidad ética en el ejercicio de nuestra tarea docente, subrayar esta responsabilidad igualmente para aquellos y aquellas que se encuentran en formación para ejercerla.  Este pequeño libro se encuentra atravesado o permeado en su totalidad por el sentido de la necesaria eticidad que connota expresivamente la naturaleza de la práctica educativa, en cuanto práctica formadora.  Educadores y educandos no podemos, en verdad, escapar a la rigurosidad ética.  Pero, es preciso dejar claro que la ética de que hablo no es la ética menor, restrictiva, del mercado, que se inclina obediente a los intereses del lucro.  En el nivel internacional comienza a aparecer una tendencia a aceptar los reflejos cruciales del “nuevo orden mundial” como naturales e inevitables.  En un encuentro internacional de ONG, uno de los expositores afirmó estar escuchando con cierta frecuencia en países del Primer Mundo la idea de que criaturas del Tercer Mundo, acometidas por enfermedades como diarrea aguda, no deberían ser asistidas, pues ese recurso sólo prolongaría una vida ya destinada a la miseria y al sufrimiento[1].  No hablo, obviamente, de esta ética.  Hablo, por el contrario, de la ética universal del ser humano.  De la ética que condena el cinismo del discurso arriba citado, que condena la explotación de la fuerza de trabajo del ser humano, que condena acusar por oír decir, afirmar que alguien dijo A sabiendo que dijo B, falsear la verdad, engañar al incauto, golpear al débil y al indefenso, sepultar el sueño y la utopía, prometer sabiendo que no se cumplirá la promesa, testimoniar mentirosamente, hablar mal de los otros por el gusto de hablar mal.  La ética de que hablo es la que se sabe traicionada y negada en los comportamientos groseramente inmorales como en la perversión hipócrita de la pureza en puritanismo.  La ética de que hablo es la que se sabe afrontada en la manifestación discriminatoria de raza, género, clase.  Es por esta ética inseparable de la práctica educativa, no importa si trabajamos con niños, jóvenes o adultos, por la que debemos luchar.  Y la mejor manera de luchar por ella es vivirla en nuestra práctica, testimoniarla, con energía, a los educandos en nuestras relaciones con ellos.  En la manera en que lidiamos con los contenidos que enseñamos, en el modo en que citamos autores con cuya obra discordamos o con cuya obra concordamos.  No podemos basar nuestra crítica a un autor en la lectura superficial de una u otra de sus obras.  Peor todavía, habiendo leído tan sólo la crítica de quien apenas leyó la solapa de uno de sus libros.
Puedo no aceptar la concepción pedagógica de este o de aquella autora y debo incluso exponer a los alumnos las razones por las que me opongo a ella pero, lo que no puedo, en mi crítica, es mentir.  Decir mentiras acerca de ellos.  La preparación científica del profesor o de la profesora debe coincidir con su rectitud ética.  Cualquier desproporción entre aquélla y ésta es una lástima.  Formación científica, corrección ética, respeto a los otros, coherencia, capacidad de vivir y de aprender con lo diferente, no permitir que nuestro malestar personal o nuestra antipatía con relación al otro nos hagan acusarlo de lo que no hizo, son obligaciones a cuyo cumplimiento debemos dedicamos humilde pero perseverantemente.
No es sólo interesante sino profundamente importante que los estudiantes perciban las diferencias de comprensión de los hechos, las posiciones a veces antagónicas entre profesores en la apreciación de los problemas y en la formulación de las soluciones.  Pero es fundamental que perciban el respeto y la lealtad con que un profesor analiza y critica las posturas de los otros.
De vez en cuando, a lo largo de este texto, vuelvo al tema.  Es que estoy absolutamente convencido de la naturaleza ética de la práctica educativa, en cuanto práctica específicamente humana.  Es que, por otro lado, nos hallamos de tal manera sometidos a la perversidad de la ética del mercado, en el nivel mundial y no sólo en Brasil, que me parece ser poco todo lo que hagamos en la defensa y en la práctica de la ética universal del ser humano.  No podemos asumimos como sujetos de la búsqueda, de la decisión, de la ruptura, de la opción, como sujetos históricos, transformadores, a no ser que nos asumamos como sujetos éticos.  En este sentido, la transgresión de los principios éticos es una posibilidad pero no una virtud.  No podemos aceptarla.
Al sujeto ético no le es posible vivir sin estar permanentemente expuesto a la transgresión de la ética.  Por eso mismo, una de nuestras peleas en la Historia es exactamente ésta: hacer todo lo que podamos en favor de la eticidad, sin caer en el moralismo hipócrita, de sabor reconocidamente farisaico.  Pero, también forma parte de esta lucha por la eticidad rechazar, con seguridad, las críticas que ven en la defensa de la ética precisamente la expresión de aquel moralismo criticado.  Para mí, la defensa de la ética jamás significó su distorsión o negación.
Sin embargo, cuando hablo de la ética universal del ser humano estoy hablando de la ética en cuanto marca de la naturaleza humana, en cuanto algo absolutamente indispensable a la convivencia humana.  Al hacerlo estoy consciente de las posturas críticas que, infieles a mi pensamiento, me señalarán como ingenuo e idealista.  En verdad, hablo de la ética universal del ser humano de la misma manera en que hablo de su vocación ontológica para ser lo más, como hablo de su naturaleza que se constituye social e históricamente, no como un a priori de la Historia.  La naturaleza por la que la ontología vela se gesta socialmente en la Historia.  Es una naturaleza en proceso de estar siendo con algunas connotaciones fundamentales sin las cuales no habría sido posible reconocer la propia presencia humana en el mundo como algo original y singular.  Es decir, más que un ser en el mundo, el ser humano se tomó una Presencia en el mundo, con el mundo y con los otros.  Presencia que, reconociendo la otra presencia como un “no-yo” se reconoce como “sí propia”.  Presencia que se piensa a sí misma, que se sabe presencia, que interviene, que transforma, que habla de lo que hace pero también de lo que sueña, que constata, compara, evalúa, valora, que decide, que rompe.  Es en el dominio de la decisión, de la evaluación, de la libertad, de la ruptura, de la opción, donde se instaura la necesidad de la ética y se impone la responsabilidad.  La ética se torna inevitable y su transgresión posible es un desvalor, jamás una virtud.
En verdad, sería incomprensible si la conciencia de mi presencia en el mundo no significase ya la imposibilidad de mi ausencia en la construcción de la propia presencia. Como presencia consciente en el mundo no puedo escapar a la responsabilidad ética de mí moverme en el mundo.  Si soy puro producto de la determinación genética o cultural o de clase, soy irresponsable de lo que hago en el moverme en el mundo y si carezco de responsabilidad no puedo hablar de ética.  Esto no significa negar los condicionamientos genéticos, culturales, sociales a que estamos sometidos.  Significa reconocer que somos seres condicionados pero no determinados.  Reconocer que la Historia es tiempo de posibilidad y no de determinismo, que el futuro, permítanme reiterar, es problemático y no inexorable.
Debo enfatizar también que éste es un libro esperanzado, un libro optimista, pero no construido ingenuamente de optimismo falso y de esperanza vana.  Sin embargo, las personas, incluso las de izquierda, para quienes el futuro perdió su problematicidad –el futuro es un dato, dado– dirán que él es más un devaneo de soñador inveterado.
No siento rabia por quien piensa así.  Sólo lamento su posición: la de quien perdió su dirección en la Historia.
La ideología fatalista, inmovilizadora, que anima el discurso liberal anda suelta en el mundo.  Con aires de posmodernidad, insiste en convencemos de que nada podemos hacer contra la realidad social que, de histórica y cultural, pasa a ser o a tornarse “casi natural”.  Frases como “la realidad es justamente así, ¿qué podemos hacer?” o “el desempleo en el mundo es una fatalidad de fin de siglo” expresan bien el fatalismo de esta ideología y su indiscutible voluntad inmovilizadora.  Desde el punto de vista de tal ideología, sólo hay una salida para la práctica educativa: adaptar al educando a esta realidad que no puede ser alterada.  Lo que se necesita, por eso mismo, es el adiestramiento técnico indispensable para la adaptación del educando, para su sobrevivencia.  El libro con el que vuelvo a los lectores es un decisivo no a esta ideología que nos niega y humilla como gente.
Cualquier texto necesita de una cosa: que el lector o la lectora se entregue a él de forma crítica, crecientemente curiosa.  Esto es lo que este texto espera de ti, que acabaste de leer estas “Primeras palabras”.

Paulo Freire
São Paulo,
septiembre de 1996



 
1. No hay docencia sin discencia*
Debo dejar claro que, aunque mi interés central en este texto sea el de considerar saberes que me parecen indispensables a la práctica docente de educadoras o educadores críticos, progresistas, algunos de ellos son igualmente necesarios para los educadores conservadores.  Son saberes demandados por la práctica educativa en sí misma, cualquiera que sea la opción política del educador o educadora.
En la secuencia de la lectura va quedando en manos del lector o lectora el ejercicio de percibir si este o aquel saber referido corresponde a la naturaleza de la práctica progresista o conservadora o si, por lo contrario, es exigencia de la propia práctica educativa independientemente de su matiz político o ideológico.  Por otro lado, debo subrayar que, de forma no-sistemática, me he referido a algunos de esos saberes en trabajos anteriores.  Sin embargo, estoy convencido –es legítimo agregar– de la importancia de una reflexión como ésta cuando pienso en la formación docente y la práctica educativo-crítica.
El acto de cocinar, por ejemplo, supone algunos saberes concernientes al uso de la estufa, cómo encenderla, cómo graduar para más o para menos la flama, cómo lidiar con ciertos riesgos aun remotos de incendio, cómo armonizar los diferentes condimentos en una síntesis sabrosa y atractiva.  La práctica de cocinar va preparando al novato, ratificando algunos de aquellos saberes, rectificando otros, y posibilitando que se convierta en cocinero.  La práctica de navegar implica la necesidad de saberes fundamentales como el del dominio del barco, de las partes que lo componen y de la función de cada una de ellas, como el conocimiento de los vientos, de su fuerza, de su dirección, los vientos y las velas, la posición de las velas, el papel del motor y de la combinación entre motor y velas.  En la práctica de navegar se confirman, se modifican o se amplían esos saberes.
La reflexión crítica sobre la práctica se torna una exigencia de la relación Teoría/Práctica sin la cual la teoría puede convertirse en palabrería y la práctica en activismo.
Lo que me interesa ahora, repito, es enumerar y discutir algunos saberes fundamentales para la práctica educativo-crítica o progresista y que, por eso mismo, deben ser contenidos obligatorios de la organización programática docente.  Contenidos cuya comprensión, tan clara y tan lúcida como sea posible, debe ser elaborada en la práctica formadora.  Es preciso, sobre todo, y aquí va ya uno de esos saberes indispensables, que quien se está formando, desde el principio mismo de su experiencia formadora, al asumirse también como sujeto de la producción del saber, se convenza definitivamente de que enseñar no es transferir conocimiento, sino crear las posibilidades de su producción o de su construcción.
Si en la experiencia de mi formación, que debe ser permanente, comienzo por aceptar que el formador es el sujeto en relación con el cual me considero objeto, que él es el sujeto que me forma y yo el objeto formado por él, me considero como un paciente que recibe los conocimientos-contenidos-acumulados por el sujeto que sabe y que me son transferidos.  En esta forma de comprender y de vivir el proceso formador, yo, ahora objeto, tendré la posibilidad, mañana, de tornarme el falso sujeto de la “formación” del futuro objeto de mi acto formador.  Es preciso, por el contrario, que desde los comienzos del proceso vaya quedando cada vez más claro que, aunque diferentes entre sí, quien forma se forma y re-forma al formar y quien es formado se forma y forma al ser formado.  Es en este sentido como enseñar no es transferir conocimientos, contenidos, ni formar es la acción por la cual un sujeto creador da forma, estilo o alma a un cuerpo indeciso y adaptado.  No hay docencia sin discencia, las dos se explican y sus sujetos, a pesar de las diferencias que los connotan, no se reducen a la condición de objeto, uno del otro.  Quien enseña aprende al enseñar y quien aprende enseña al aprender.  Quien enseña ‘enseña’ alguna cosa a alguien.  Por eso es que, desde el punto de vista gramatical, el verbo enseñar es un verbo transitivo-relativo.  Verbo que pide un objeto directoalguna cosa– y un objeto indirecto –a alguien.  Desde el punto de vista democrático en el que me ubico, pero también desde el punto de vista del radicalismo metafísico en que me sitúo y del cual deriva mi comprensión del hombre y de la mujer como seres históricos e inacabados y sobre el cual se funda mi entendimiento del proceso de conocer, enseñar es algo más que un verbo transitivo-relativo.  Enseñar no existe sin aprender y viceversa y fue aprendiendo socialmente como, históricamente, mujeres y hombres descubrieron que era posible enseñar.  Fue así, aprendiendo socialmente, como en el transcurso de los tiempos mujeres y hombres percibieron que era posible  –después, preciso– trabajar maneras, caminos, métodos de enseñar.  Aprender precedió a enseñar o, en otras palabras, enseñar se diluía en la experiencia realmente fundadora de aprender.  No temo decir que carece de validez la enseñanza que no resulta en un aprendizaje en que el aprendiz no se volvió capaz de recrear o de rehacer lo enseñado, en que lo enseñado que no fue aprehendido no pudo ser realmente aprendido por el aprendiz.
Cuando vivimos la autenticidad exigida por la práctica de enseñar/aprender participamos de una experiencia total, directiva, política, ideológica, gnoseológica, pedagógica, estética y ética, en la cual la belleza debe estar de acuerdo con la decencia y con la seriedad.
A veces, en mis silencios en los que aparentemente me pierdo, desligado, casi flotando, pienso en la importancia singular que está teniendo para mujeres y hombres el ser o habernos vuelto, como lo afirma François Jacob, “seres programados, pero para aprender”[2].  Es que el proceso de aprender, en el que históricamente descubrimos que era posible enseñar como tarea no sólo incrustada en el aprender, sino perfilada en sí, con relación a aprender, es un proceso que puede encender en el aprendiz una curiosidad creciente, que puede tornarlo más y más creador.  Lo que quiero decir es lo siguiente: cuanto más críticamente se ejerza la capacidad de aprender tanto más se construye y desarrolla lo que vengo llamando “curiosidad epistemológica”[3], sin la cual no alcanzamos el conocimiento cabal del objeto.
Eso es lo que nos lleva, por un lado, a la crítica y al rechazo de la enseñanza “bancaria”[4], por el otro, a comprender que, a pesar de ella, el educando que está sometido a ella no está predestinado a perecer; pese a la enseñanza “bancaria”, que deforma la creatividad necesaria del educando y del educador, el educando sujeto a ella puede, no por causa del contenido cuyo “conocimiento” le fue transferido, sino por causa del propio proceso de aprender, hacer, como se dice en lenguaje popular, de tripas corazón y superar el autoritarismo y el error epistemológico del “bancarismo”.
Lo necesario es que, aun subordinado a la práctica “bancaria”, el educando mantenga vivo el gusto por la rebeldía que, agudizando su curiosidad y estimulando su capacidad de arriesgarse, de aventurarse, de cierta forma lo “inmuniza” contra el poder aletargante del “bancarismo”.  En este caso, es la fuerza creadora del aprender, de la que forman parte la comparación, la repetición, la comprobación, la duda rebelde, la curiosidad no fácilmente satisfecha, lo que supera los efectos negativos del falso enseñar.  Ésta es una de las ventajas significativas de los seres humanos –la de haberse tornado capaces de ir más allá de sus condicionantes.  Esto no significa, sin embargo, que seamos indiferentes a ser un educador “bancario” o un educador “problematizador”.
1.  Enseñar exige rigor metódico
El educador democrático no puede negarse el deber de reforzar, en su práctica docente, la capacidad crítica del educando, su curiosidad, su insumisión.  Una de sus tareas primordiales es trabajar con los educandos el rigor metódico con que deben “aproximarse” a los objetos cognoscibles.  Y este rigor metódico no tiene nada que ver con el discurso “bancario” meramente transferidor del perfil del objeto o del contenido.  Es exactamente en este sentido como enseñar no se agota en el “tratamiento” del objeto o del contenido, hecho superficialmente sino que se extiende a la producción de las condiciones en que es posible aprender críticamente.  Y esas condiciones implican o exigen la presencia de educadores y de educandos creadores, instigadores, inquietos, rigurosamente curiosos, humildes y persistentes.  Forma parte de las condiciones en que es posible aprender críticamente la presuposición, por parte de los educandos, de que el educador ya tuvo o continúa teniendo experiencia en la producción de ciertos saberes y que éstos no pueden ser simplemente transferidos a ellos, a los educandos.  Por el contrario, en las condiciones del verdadero aprendizaje los educandos se van transformando en sujetos reales de la construcción y de la reconstrucción del saber enseñado, al lado del educador, igualmente sujeto del proceso.  Sólo así podemos hablar realmente de saber enseñado, en que el objeto enseñado es aprehendido en su razón de ser y, por lo tanto, aprendido por los educandos.
Se percibe, así, la importancia del papel del educador, el mérito de la paz con que viva la certeza de que parte de su tarea docente es no sólo enseñar los contenidos, sino también enseñar a pensar correctamente.  De allí la imposibilidad de que un profesor se vuelva crítico si –mecánicamente memorizador– es mucho más un repetidor cadencioso de frases e ideas inertes que un desafiador.  El intelectual memorizador, que lee horas sin parar, que se domestica ante el texto, con miedo de arriesgarse, habla de sus lecturas casi como si las estuviera recitando de memoria –no percibe ninguna relación, cuando realmente existe, entre lo que leyó y lo que ocurre en su país, en su ciudad, en su barrio.  Repite lo leído con precisión pero raramente intenta algo personal.  Habla con elegancia de la dialéctica pero piensa mecanicistamente.  Piensa de manera equivocada.  Es como si todos los libros a cuya lectura dedica tanto tiempo no tuvieran nada que ver con la realidad de su mundo.  La realidad con la que tienen que ver es la realidad idealizada de una escuela que se vuelve cada vez más un dato allí, desconectado de lo concreto.
Leer críticamente no se hace como si se comprara mercancía al mayoreo.  Leer veinte libros, treinta libros.  La verdadera lectura me compromete de inmediato con el texto que se me entrega y al que me entrego y de cuya comprensión fundamental también me vuelvo sujeto.  Al leer no estoy en el puro seguimiento de la inteligencia del texto como si ella fuera solamente producción de su autor o de su autora.  Por eso mismo, esta forma viciada de leer no tiene nada que ver con el pensar acertadamente y con el enseñar acertadamente.
En verdad, sólo quien piensa acertadamente puede enseñar a pensar acertadamente aun cuando, a veces, piense de manera errada.  Y una de las condiciones para pensar acertadamente es que no estemos demasiado seguros de nuestras certezas.  Es por eso por lo que pensar acertadamente, siempre al lado de la pureza y necesariamente distante del puritanismo, rigurosamente ético y generador de belleza, me parece inconciliable con la desvergüenza de la arrogancia de quien está lleno o llena de soberbia.
El profesor que piensa acertadamente deja vislumbrar a los educandos que una de las bellezas de nuestra manera de estar en el mundo y con el mundo, como seres históricos, es la capacidad de, al intervenir en el mundo, conocer el mundo.  Pero, histórico como nosotros, nuestro conocimiento del mundo tiene historicidad.  Al ser producido, el nuevo conocimiento supera a otro que fue nuevo antes y envejeció y se “dispone” a ser sobrepasado mañana por otro[5].  De allí que sea tan importante conocer el conocimiento existente cuanto saber que estamos abiertos y aptos para la producción del conocimiento aún no existente.  Enseñar, aprender e investigar lidian con esos dos momentos del ciclo gnoseológico: aquel en el que se enseña y se aprende el conocimiento ya existente y aquel en el que se trabaja la producción del conocimiento aún no existente.  La “dodiscencia” –docencia/discencia– y la investigación, indivisibles, son así prácticas requeridas por estos momentos del ciclo gnoseológico.
2.  Enseñar exige investigación
No hay enseñanza sin investigación ni investigación sin enseñanza[6].  Esos quehaceres se encuentran cada uno en el cuerpo del otro.  Mientras enseño continúo buscando, indagando.  Enseño porque busco, porque indagué, porque indago y me indago. Investigo para comprobar, comprobando intervengo, interviniendo educo y me educo.  Investigo para conocer lo que aún no conozco y comunicar o anunciar la novedad.
Pensar acertadamente, en términos críticos, es una exigencia que los momentos del ciclo gnoseológico le van planteando a la curiosidad que, al volverse cada vez más metódicamente rigurosa, transita de la ingenuidad hacia lo que vengo llamando “curiosidad epistemológica”.  La curiosidad ingenua, de la que resulta indiscutiblemente un cierto saber, no importa que sea metódicamente no riguroso, es la que caracteriza al sentido común.  El saber hecho de pura experiencia.  Pensar acertadamente, desde el punto de vista del profesor, implica tanto el respeto al sentido común en el proceso de su necesaria superación como el respeto y el estímulo a la capacidad creadora del educando. Implica el compromiso de la educadora con la conciencia crítica del educando cuya “promoción” desde la ingenuidad no se hace automáticamente.
3.  Enseñar exige respeto a los saberes de los educandos
Por eso mismo pensar acertadamente impone al profesor o, en términos más amplios, a la escuela, el deber de respetar no sólo los saberes con que llegan los educandos, sobre todo los de las clases populares –saberes socialmente construidos en la práctica comunitaria–, sino también, como lo vengo sugiriendo hace más de treinta años, discutir con los alumnos la razón de ser de esos saberes en relación con la enseñanza de los contenidos.  ¿Por qué no aprovechar la experiencia que tienen los alumnos de vivir en áreas de la ciudad descuidadas por el poder público para discutir, por ejemplo, la contaminación de los arroyos y de los riachos y los bajos niveles de bienestar de la población, los basureros abiertos y los riesgos que ofrecen a la salud de la gente? ¿Por qué no hay basureros abiertos en el corazón de los barrios ricos o incluso simplemente clasemedieros de los centros urbanos?  Esta pregunta es considerada demagógica en sí misma y reveladora de la mala voluntad de quien la hace.  Es pregunta de subversivo, dicen ciertos defensores de la democracia.
¿Por qué no discutir con los alumnos la realidad concreta a la que hay que asociar la materia cuyo contenido se enseña, la realidad agresiva en que la violencia es la constante y la convivencia de las personas es mucho mayor con la muerte que con la vida?  ¿Por qué no establecer una “intimidad” necesaria entre los saberes curriculares fundamentales para los alumnos y la experiencia social que ellos tienen como individuos?  ¿Por qué no discutir las implicaciones políticas e ideológicas de tal falta de atención de los dominantes por las áreas pobres de la ciudad?  ¿La ética de clase incrustada en esa desatención?  Porque, dirá un educador reaccionariamente pragmático, la escuela no tiene nada que ver con eso.  La escuela no es ‘partido’.  Ella tiene que enseñar los contenidos, transferirlos a los alumnos.  Una vez aprendidos, éstos operan por sí mismos.
4.  Enseñar exige crítica
En la diferencia y en la “distancia” entre la ingenuidad y la crítica, entre el saber hecho de pura experiencia y el que resulta de los procedimientos metódicamente rigurosos, no hay para mí una ruptura, sino una superación.  La superación y no la ruptura se da en la medida en que la curiosidad ingenua, sin dejar de ser curiosidad, al contrario, al continuar siendo curiosidad, se hace crítica.  Al hacerse crítica, al volverse entonces, me permito repetir, curiosidad epistemológica, “rigorizándose” metódicamente en su aproximación al objeto, connota sus hallazgos de mayor exactitud.
En verdad, la curiosidad ingenua que, “desarmada”, está asociada al saber del sentido común, es la misma curiosidad que, al hacerse crítica, al aproximarse de forma cada vez más metódicamente rigurosa al objeto cognoscible, se vuelve curiosidad epistemológica.  Cambia de cualidad pero no de esencia.  La curiosidad de los campesinos con los que he dialogado a lo largo de mi experiencia político-pedagógica, fatalistas o ya rebeldes ante la violencia de las injusticias, es la misma curiosidad, en cuanto apertura más o menos asombrada ante los “no-yoes”, con la que los científicos o filósofos académicos “admiran” el mundo.  Los científicos y los filósofos superan, sin embargo, la ingenuidad de la curiosidad del campesino y se vuelven epistemológicamente curiosos.
La curiosidad como inquietud indagadora, como inclinación al desvelamiento de algo, como pregunta verbalizada o no, como búsqueda de esclarecimiento, como señal de atención que sugiere estar alerta, forma parte integrante del fenómeno vital.  No habría creatividad sin la curiosidad que nos mueve y que nos pone pacientemente impacientes ante el mundo que no hicimos, al que acrecentamos con algo que hacemos.
Como manifestación presente a la experiencia vital, la curiosidad humana viene siendo histórica y socialmente construida y reconstruida.  Precisamente porque la promoción de la ingenuidad a la crítica no se da de manera automática, una de las tareas principales de la práctica educativo-progresista es exactamente el desarrollo de la curiosidad crítica, insatisfecha, indócil.  Curiosidad con la que podemos defendernos de “irracionalismos” resultantes de, o producidos por, cierto exceso de “racionalidad” de nuestro tiempo altamente tecnificado.  Y no hay en esta consideración ningún arrebato falsamente humanista de negación de la tecnología y de la ciencia.  Al contrario, es consideración de quien, por un lado, no diviniza la tecnología, pero, por el otro, tampoco la sataniza.  De quien la ve o incluso la escudriña de forma críticamente curiosa.
5.  Enseñar exige estética y ética
La necesaria promoción de la ingenuidad a la crítica no puede o no debe ser hecha a distancia de una rigurosa formación ética siempre al lado de la estética.  Decencia y belleza de acuerdo.  Yo estoy cada vez más convencido de que, alerta ante la posibilidad de extraviarse por el descamino del puritanismo, la práctica educativa tiene que ser, en sí, un testimonio riguroso de decencia y de pureza.  Una crítica permanente a los desvíos fáciles que nos tientan, a veces o casi siempre, a dejar las dificultades que los caminos verdaderos pueden presentarnos.  Mujeres y hombres, seres histórico-sociales, nos volvemos capaces de comparar, de valorar, de intervenir, de escoger, de decidir, de romper, por todo eso, nos hicimos seres éticos.  Sólo somos porque estamos siendo.  Estar siendo es, entre nosotros, la condición para ser.  No es posible pensar a los seres humanos lejos, siquiera, de la ética, mucho menos fuera de ella.  Entre nosotros, hombres y mujeres, estar lejos, o peor, fuera de la ética, es una transgresión.  Es por eso por lo que transformar la experiencia educativa en puro adiestramiento técnico es depreciar lo que hay de fundamentalmente humano en el ejercicio educativo: su carácter formador.  Si se respeta la naturaleza del ser humano, la enseñanza de los contenidos no puede darse alejada de la formación moral del educando.  Educar es, sustantivamente, formar[7].  Divinizar o satanizar la tecnología o la ciencia es una forma altamente negativa y peligrosa de pensar errado.  De manifestar a los alumnos, a veces con aires de quien es dueño de la verdad; un rotundo desacierto.  Pensar acertadamente, por el contrario, demanda profundidad y no superficialidad en la comprensión y en la interpretación de los hechos.  Supone disponibilidad para la revisión de los hallazgos, reconoce no sólo la posibilidad de cambiar de opción, de apreciación, sino el derecho de hacerlo.  Pero como no existe el pensar acertadamente al margen de principios éticos, si cambiar es una posibilidad y un derecho, cabe a: quien cambia –exige el pensar acertado– asumir el cambio operado.  Desde el punto de vista del pensar acertado no es posible cambiar y hacer de cuenta que nada cambió.  Es que todo el pensar acertado es radicalmente coherente.
6.  Enseñar exige la corporificación de las palabras en el ejemplo
El profesor que realmente enseña, es decir, que trabaja los contenidos en el marco del rigor del pensar acertado, niega, por falsa, la fórmula farisaica, del “haga lo que mando y no lo que hago”.  Quien piensa acertadamente está cansado de saber que las palabras a las que les falta la corporeidad del ejemplo poco o casi nada valen.  Pensar acertadamente es hacer acertadamente.
Qué pueden pensar alumnos serios de un profesor que, hace dos semestres hablaba casi con ardor sobre la necesidad de la lucha por la autonomía de las clases populares y hoy, diciendo que no cambió, hace un discurso pragmático contra los sueños y practica la transferencia de saber del profesor hacia el alumno?  ¿Qué decir de la profesora que, ayer de izquierda, defendía la formación de la clase trabajadora y, hoy, pragmática, se satisface, inclinada ante el fatalismo neoliberal, con el simple adiestramiento del obrero, insistiendo, sin embargo, en que es progresista?
No existe el pensar acertado fuera de una práctica testimonial que lo redice en lugar de desdecirlo.  Al profesor no le es posible pensar que piensa acertadamente cuando al mismo tiempo le pregunta al alumno si “sabe con quién está hablando”.
El clima de quien piensa acertadamente es el de quien busca seriamente la seguridad en la argumentación, es el de quien, al discordar con su oponente, no tiene por qué alimentar contra él o contra ella una rabia desmedida, a veces mayor que la propia razón de la discordancia.  Una de esas personas desmedidamente rabiosas prohibió cierta vez a un estudiante que trabajaba en una tesis sobre alfabetización y ciudadanía que me leyera.  “Es obsoleto”, dijo con aires de quien trata con rigor y neutralidad el objeto, que era yo.  “Cualquier lectura que hagas de ese señor puede perjudicarte”.  No es así como se piensa acertadamente ni es así como se enseña acertadamente.[8]  Forma parte del pensar acertado el gusto por la generosidad que, sin negar a quien tiene el derecho a la rabia, la distingue de la rabia irrefrenable.
7.  Enseñar exige riesgo, asunción de lo nuevo y rechazo de cualquier forma de discriminación
Es propio del pensar acertado la disponibilidad al riesgo, la asunción de lo nuevo que no puede ser negado o recibido sólo porque es nuevo, así como el criterio de rechazo a lo viejo no es solamente cronológico.  Lo viejo que preserva su validez o que encarna una tradición o marca una presencia en el tiempo continúa nuevo.
También el rechazo definitivo a cualquier forma de discriminación forma parte del pensar acertadamente.  La práctica prejuiciosa de raza, clase, género, ofende la sustantividad del ser humano y niega radicalmente la democracia.  Cuán lejos estamos de ella cuando vivimos en la impunidad de los que matan niños en las calles, de los que asesinan campesinos que luchan por sus derechos, de los que discriminan a los negros, de los que subestiman a las mujeres.  Cuán ausentes de la democracia están los que queman iglesias de negros porque, en verdad, los negros no tienen alma.  Los negros no rezan.  Con su negritud, los negros ensucian la blanquitud de las oraciones...  A mí me da pena y no rabia, cuando veo la arrogancia con que la blanquitud de las sociedades donde se hace eso, donde se queman iglesias de negros, se presenta ante el mundo como pedagoga de la democracia.  Pensar y hacer de manera errada, por lo visto no tienen en efecto nada que ver con la humildad que el pensar acertadamente exige.  No tienen nada que ver con el sentido común que regula nuestras exageraciones y evita que nos encaminemos hacia el ridículo y la insensatez.
A veces temo que algún lector o lectora, incluso no totalmente convertido al “pragmatismo” neoliberal pero ya tocado por él, diga que, soñador, continúo hablando de una educación de ángeles y no de mujeres y hombres.  Sin embargo, lo que he dicho hasta ahora se refiere radicalmente a la naturaleza de mujeres y hombres.  Naturaleza entendida como constituyéndose social e históricamente y no como un a priori de la Historia[9].
El problema que se me presenta es que comprendiendo como comprendo la naturaleza humana, sería una contradicción grosera no defender lo que vengo defendiendo.  Pensar como vengo pensando mientras escribo este texto forma parte de la exigencia que me hago a mí mismo de pensar acertadamente.  Pensar, por ejemplo, que el pensar acertado que debe ser enseñado) concomitantemente con la enseñanza de los contenidos no es un pensar formalmente anterior al y desgarrado del actuar acertadamente.  Es en este sentido como enseñar a pensar acertadamente no es una experiencia, en que eso –el pensar acertadamente– se tome por sí mismo y de eso se hable o una práctica que simplemente se describa, sino algo que se hace y que se vive mientras se habla de ella con la fuerza del testimonio.  Pensar acertadamente implica la existencia de sujetos que piensan mediados por el objeto u objetos en que incide el propio pensar de los sujetos.  Pensar acertadamente no es el quehacer de quien se aísla, de quien se “cobija” a sí mismo en la soledad, sino un acto comunicante.  Por eso mismo no hay que pensar sin entendimiento y el entendimiento desde el punto de vista del pensar acertadamente, no es algo transferido sino coparticipado.  Si desde  el ángulo de la gramática el verbo entender es transitivo, en lo que respecta a la “sintaxis” del pensar acertadamente se trata de un verbo cuyo sujeto es siempre copartícipe de otro.  Todo entendimiento, si no está “trabajado” mecanicistamente, si no está siendo sometido a los “cuidados” enajenantes de un tipo de mente especial y cada vez más amenazadoramente común que vengo llamando “burocratizada”, implica, necesariamente, comunicabilidad.  No hay entendimiento a no ser cuando el propio proceso de entender se desvirtúa que no sea también comunicación de lo entendido.  La gran tarea del sujeto que piensa acertadamente no es transferir, depositar, ofrecer, dar al otro, tomado como  paciente de su pensar, el entendimiento de las cosas, de los hechos, de los conceptos.  La tarea coherente del educador que piensa acertadamente es, mientras ejerce como ser humano la práctica irrecusable de entender, desafiar al educando con quien se comunica y a quien comunica, a producir su comprensión de lo que viene siendo comunicado.  No hay entendimiento que no sea comunicación e intercomunicación y que no se funda en la capacidad de diálogo.  Por eso el pensar acertadamente es dialógico y no polémico.
8.  Enseñar exige reflexión crítica sobre la práctica
El pensar acertadamente sabe, por ejemplo, que no es a partir de él, como un dato dado, como se conforma la práctica docente crítica, sino que sabe también que sin él ésta no se funda.  La práctica docente crítica, implícita en el pensar acertadamente, encierra el movimiento dinámico, dialéctico, entre el hacer y el pensar sobre el hacer.  El saber que indiscutiblemente produce la práctica docente espontánea o casi espontánea, “desarmada”, es un saber ingenuo, un saber hecho de experiencia, al que le falta el rigor metódico que caracteriza a la curiosidad epistemológica del sujeto.  Éste no es el saber que busca el rigor del pensar acertadamente.  Por eso es fundamental que, en la práctica de la formación docente, el aprendiz de educador asuma que el indispensable pensar acertadamente no es una dádiva de los dioses ni se encuentra en los manuales de profesores que intelectuales iluminados escriben desde el centro del poder, sino que, por lo contrario, el pensar acertadamente que supera al ingenuo tiene que ser producido por el mismo aprendiz en comunión con el profesor formador.  Por otro lado, es preciso insistir otra vez en que tanto la matriz del pensar ingenuo como la del crítico es la propia curiosidad, característica del fenómeno vital.  En este sentido, no hay duda de que el profesor tildado de lego en Pernambuco es tan curioso como el profesor de filosofía de la educación de la Universidad A o B.  Lo que hay que hacer es posibilitar que, al volverse sobre sí misma, a través de la reflexión sobre la práctica, la curiosidad ingenua, al percibirse como tal, se vaya volviendo crítica.
Es por eso por lo que el momento fundamental en la formación permanente de los profesores es el de la reflexión crítica sobre la práctica.  Es pensando críticamente la práctica de hoy o la de ayer como se puede mejorar la próxima.  El propio discurso teórico, necesario a la reflexión crítica, tiene que ser de tal manera concreto que casi se confunda con la práctica.  Su distanciamiento epistemológico de la práctica en cuanto objeto de su análisis debe “aproximarlo” a ella al máximo.  Cuanto mejor realice esta operación mayor entendimiento gana de la práctica en análisis y mayor comunicabilidad ejerce en torno de la superación de la ingenuidad por el rigor.  Por otro lado, cuanto más me asumo como estoy siendo y percibo la o las razones de ser del porqué estoy siendo así, más capaz me vuelvo de cambiar, de promoverme, en este caso, del estado de curiosidad ingenua al de curiosidad epistemológica.  La asunción que el sujeto hace de sí en una cierta forma de estar siendo es imposible sin la disponibilidad para el cambio; para cambiar, y de cuyo proceso también se hace necesariamente sujeto.
Sería sin embargo un exceso idealista afirmar que la asunción, por ejemplo, de que fumar amenaza mi vida, ya significa dejar de fumar.  Pero dejar de fumar pasa, en algún sentido, por la asunción del riesgo que corro al fumar.  Por otro lado, la asunción se va haciendo cada vez más asunción en la medida en que engendra nuevas opciones, provoca ruptura, decisión y nuevos compromisos.  Cuando asumo el mal o los males que el cigarro me puede causar, me muevo en el sentido de evitar los males.  Decido, rompo, opto.  Pero, es en la práctica de no fumar en la que se concreta materialmente la asunción del riesgo que corro al fumar.
Me parece que hay otro elemento aún en la asunción de que hablo: el emocional.  Además del conocimiento que tengo del mal que me hace el tabaco, ahora, al asumirlo, siento legítima rabia hacia el tabaco.  Y también tengo la alegría de haber sentido la rabia que, en el fondo, me ayudó a continuar en el mundo por más tiempo.  La educación que no reconoce un papel altamente formador en la rabia justa[10], en la rabia que protesta contra las injusticias, contra la deslealtad, contra el desamor, contra la explotación y la violencia, está equivocada.  Lo que la rabia no puede es, perdiendo los límites que la confirman, perderse en un rabiar que corre siempre el riesgo de resultar en odio.
9.  Enseñar exige el reconocimiento y la asunción de la identidad cultural
Es interesante extender un poco más la reflexión sobre la asunción.  El verbo asumir es un verbo transitivo y puede tener como objeto el propio sujeto que así se asume.  Yo asumo tanto el riesgo que corro al fumar como me asumo en cuanto sujeto de la propia asunción.  Aclaremos que, cuando digo que la asunción de que fumar amenaza mi vida es fundamental para dejar de fumar, con asunción quiero referirme sobre todo al conocimiento cabal que obtuve del fumar y de sus consecuencias.  Asunción o asumir tienen otro sentido más radical cuando digo: una de las tareas más importantes de la práctica educativo-crítica es propiciar las condiciones para que los educandos en sus relaciones entre sí y de todos con el profesor o profesora puedan ensayar la experiencia profunda de asumirse.  Asumirse corno ser social e histórico, como ser pensante, comunicante, transformador, creador, realizador de sueños, capaz de sentir rabia porque es capaz de amar.  Asumirse como sujeto porque es capaz de reconocerse como objeto.  La asunción de nosotros mismos no significa la exclusión de los otros.  Es la “otredad” del “no yo” o del tú, la que me hace asumir el radicalismo de mi yo.
La cuestión de la identidad cultural, de la cual forman parte la dimensión individual y de clase de los educandos cuyo respeto es absolutamente fundamental en la práctica educativa progresista, es un problema que no puede ser desdeñado.  Tiene que ver directamente con la asunción de nosotros por nosotros mismos.  Esto es lo que el puro adiestramiento del profesor no hace, pues se pierde y lo pierde en la estrecha y pragmática visión del proceso.
La experiencia histórica, política, cultural y social de los hombres y de las mujeres nunca puede darse “virgen” del conflicto entre las fuerzas que obstaculizan, la búsqueda de la asunción de sí por parte de los individuos y de los grupos y fuerzas que trabajan en favor de aquella asunción.  La formación docente que se juzgue superior a esas “intrigas” no hace más que trabajar en favor de los obstáculos.  La solidaridad social y, política que necesitamos para construir una sociedad menos fea y menos agresiva, en la cual podamos ser más nosotros mismos, tiene una práctica de real importancia en la formación democrática.  El aprendizaje de la asunción del sujeto es incompatible con el adiestramiento pragmático o con el elitismo autoritario de los que se creen dueños de la verdad y del saber articulado.
A veces ni se imagina lo que puede llegar a representar en la vida de un alumno un simple gesto del profesor.  Lo que puede valer un gesto aparentemente insignificante como, fuerza formadora o como contribución a la formación del educando por sí mismo.  En la ya larga historia de mi memoria nunca me olvido de uno de esos gestos de profesor que tuve en mi adolescencia remota.  Un gesto cuya significación tal vez le haya pasado inadvertida a él, el profesor, y que tuvo importante influencia en mí.  Yo era entonces un adolescente inseguro, con un cuerpo anguloso y feo, me percibía menos capaz que los otros, fuertemente inseguro de mis posibilidades.  Estaba mucho más malhumorado que sosegado con la vida.  Me irritaba fácilmente.  Cualquier consideración de un compañero rico de la clase me parecía de inmediato un señalamiento de mis debilidades, de mi inseguridad.
El profesor había traído de su casa nuestros trabajos escolares y, llamándonos de uno en uno, los devolvía con su evaluación.  En cierto momento me llama y, viendo y volviendo a ver mi texto, sin decir palabra, balancea la cabeza en señal de respeto y consideración.  El gesto del profesor valió más que la propia nota de diez que le dio a mi redacción.  El gesto del profesor me daba una confianza aún obviamente desconfiada de que era posible trabajar y producir.  De que era posible confiar en mí, pero que sería tan equivocado confiar más allá de los límites como era en ese momento equivocado no confiar.  La mejor prueba de la importancia de aquel gesto es que lo menciono ahora como si lo hubiera presenciado hoy.  Y en verdad hace mucho tiempo que ocurrió...
Este saber, el de la importancia de esos gestos que se multiplican diariamente en las intrigas del espacio escolar, es algo sobre lo que tendríamos que reflexionar seriamente.  Es una pena que el carácter socializante de la escuela, lo que hay de informal en la experiencia que se vive en ella, de formación o de deformación, sea desatendido.  Se habla casi exclusivamente de la enseñanza de los contenidos, enseñanza lamentablemente casi siempre entendida como transferencia del saber.   Creo que una de las razones que explican este descuido en torno de lo que ocurre en el espacio/tiempo de la escuela, que no sea la actividad de la enseñanza, viene siendo una comprensión estrecha de lo que es educación y de lo que es aprender.  En el fondo, nos pasa inadvertido que fue aprendiendo socialmente como mujeres y hombres, históricamente, descubrieron que es posible enseñar.  Si tuviéramos claro que fue aprendiendo como percibimos que es posible enseñar, entenderíamos con facilidad la importancia de las experiencias informales en las calles, en las plazas, en el trabajo, en los salones de clase de las escuelas, en los patios de los recreos[11], donde diferentes gestos de alumnos, del personal administrativo, del personal docente, se cruzan llenos de significación.  Hay una naturaleza testimonial en los espacios tan lamentablemente relegados de las escuelas: En La educación en la ciudad[12] llamé la atención acerca de esta importancia al discutir el estado en que la administración de Luiza Erundina* encontró la red escolar de la ciudad de São Paulo en 1989.  El descuido de las condiciones materiales de las escuelas alcanzaba niveles impensables.  En mis primeras visitas a la red casi devastada me preguntaba horrorizado: ¿cómo exigir de los niños un mínimo de respeto a los pupitres, a las mesas, a las paredes si el poder público demuestra absoluta desconsideración a la cosa pública?  Es increíble que no imaginemos la significación del “discurso” formador que hace que una escuela sea respetada en su espacio.  La elocuencia del discurso “pronunciado” sobre y por la limpieza del suelo, sobre la belleza de los salones, sobre la higiene de los sanitarios, sobre las flores que adornan.  Hay una pedagogicidad indiscutible en la materialidad del espacio.
Pormenores por el estilo de la cotidianidad del profesor, por lo tanto también del alumno, a los que casi siempre se les da poca o ninguna atención, tienen en verdad un peso significativo, en la evaluación de la experiencia docente.  Lo que importa en la formación docente, no es la repetición mecánica del gesto, este o aquel, sino la comprensión del valor de los sentimientos, de las emociones, del deseo, de la inseguridad que debe ser superada por la seguridad, del miedo que, al ser “educado”, va generando valor.
Ninguna verdadera formación docente puede hacerse, por un lado, distanciada del ejercicio de la crítica que implica la promoción de la curiosidad ingenua a la curiosidad epistemológica, y por el otro, sin el reconocimiento del valor de las emociones, de la sensibilidad, de la afectividad, de la intuición o adivinación.  Conocer no es, de hecho, adivinar, sino, de vez en cuando, algo tiene que ver con adivina, con intuir.  Lo importante, no cabe duda, es no detenernos satisfechos en el nivel de las intuiciones, sino someterlas al análisis metódicamente riguroso de nuestra curiosidad epistemológica[13].



 
2.  Enseñar no es transferir conocimiento
Las consideraciones o reflexiones hechas hasta ahora son desdoblamientos de un primer saber señalado inicialmente como necesario para la formación docente desde una perspectiva progresista.  Saber que enseñar no es transferir conocimiento, sino crear las posibilidades para su propia producción o construcción.  Cuando entro en un salón de clases debo actuar como un ser abierto a indagaciones, a la curiosidad y a las preguntas de los alumnos, a sus inhibiciones; un ser crítico e indagador, inquieto ante la tarea que tengo –la de enseñar y no la de transferir conocimientos.
Es preciso insistir: este saber necesario al profesor –que enseñar no es transferir conocimiento- no sólo requiere ser aprehendido por él y por los educandos en sus razones de ser –ontológica, política, ética, epistemológica, pedagógica–, sino que también requiere ser constantemente testimoniado, vivido.
Como profesor en un curso de formación docente no puedo agotar mi práctica discutiendo sobre la Teoría de la no extensión del conocimiento.  No puedo sólo pronunciar bellas frases sobre las razones ontológicas, epistemológicas y políticas de la Teoría.  Mi discurso sobre la Teoría debe ser el ejemplo concreto, práctico, de la teoría.  Su encarnación.  Al hablar de construcción del conocimiento, criticando su extensión, ya debo estar envuelto por ella, y en ella la construcción debe estar envolviendo a los alumnos.
Fuera de eso, me enredo en la trama de contradicciones en la cual mi testimonio, inauténtico, pierde eficacia.  Me vuelvo tan falso como quien pretende estimular el clima democrático en la escuela por medios y caminos autoritarios.  Tan fingido como quien dice combatir el racismo pero, al preguntársele si conoce a Madalena, dice: “La conozco.  Es negra pero es competente y decente”.  Nunca oí a nadie decir que conoce a Celia, que es rubia, de ojos azules, pero es competente y decente.  En el discurso que describe a Madalena, negra, cabe la conjunción adversativa pero; en el que hace el perfil de Celia, rubia de ojos azules, la conjunción adversativa es un contrasentido.  La comprensión del papel de las conjunciones que, uniendo enunciados entre sí, impregnan la relación que establecen de cierto sentido, o de causalidad, hablo porque rechazo el silencio, o de adversidad, trataron de dominarlo pero no lo consiguieron, o de finalidad, Pedro luchó para que quedase clara su posición, o de integración, Pedro sabía que ella volvería, no es suficiente para explicar el uso de la adversativa pero en la relación entre la oración Madalena es negra y Madalena es competente y decente.  Allí la conjunción pero implica un juicio falso, ideológico: por ser negra, se espera que Madalena no sea competente ni decente. Sin embargo, al reconocerse su decencia y su competencia la conjunción pero se volvió indispensable.  En el caso de Celia, es un disparate que, siendo rubia de ojos azules, no sea competente y decente.  De allí el sinsentido de la adversativa.  La razón es ideológica y no gramatical.
Pensar acertadamente –y saber que enseñar no es transferir conocimiento es en esencia pensar acertadamente– es una postura exigente, difícil, a veces penosa, que tenemos que asumir frente a los otros y con los otros, de cara al mundo y a los hechos, ante nosotros mismos.  Es difícil, no porque pensar acertadamente sea una forma propia de pensar de los santos y de los ángeles a la cual nosotros aspirásemos de manera arrogante.  Es difícil, entre otras cosas, por la vigilancia constante que tenemos que ejercer sobre nosotros mismos para evitar los simplismos, las facilidades, las incoherencias burdas.  Es difícil porque no siempre tenemos el valor indispensable para no permitir que la rabia que podemos sentir por alguien se convierta en una rabia que genere un pensar equivocado y falso.  Por más que una persona me desagrade yo no puedo menospreciarla con un discurso en el cual, creído de mí mismo, decreto su incompetencia absoluta.  Discurso en que, engreídamente, la trato con desdén, desde lo alto de mi falsa superioridad.  A mí no me da rabia sino pena cuando personas así rabiosas, erigidas en actitud de genio, me minimizan y menoscaban.
Es fatigoso, por ejemplo, vivir la humildad, condición sine qua non del pensar acertadamente, que nos hace proclamar nuestro propio equívoco, que nos hace reconocer y anunciar la superación que sufrimos.
El clima del pensar acertado no tiene nada que ver con el de las fórmulas preestablecidas, pero sería la negación de ese pensar si pretendiéramos forjarlo en la atmósfera del libertinaje o del espontaneismo.  Sin rigor metódico no existe el pensar acertado.
1.  Enseñar exige conciencia del inacabamiento
Como profesor crítico, yo soy un “aventurero” responsable, predispuesto al cambio, a la aceptación de lo diferente.  Nada de lo que experimenté en mi vivencia docente debe necesariamente repetirse.  Repito, sin embargo, como inevitable, la inmunidad de mí mismo, radical, delante de los otros y del mundo.  Mi inmunidad ante los otros y ante el mundo mismo es la manera radical en que me experimento como ser cultural, histórico, inacabado y consciente del inacabamiento.
Así llegamos al punto del que quizá deberíamos haber partido.  El del inacabamiento del ser humano.  En verdad, el inacabamiento del ser o su inconclusión es propio de la experiencia vital.  Donde hay vida, hay inacabamiento.  Pero sólo entre hombres y mujeres el inacabamiento se tornó consciente.  La invención de la existencia a partir de los materiales que la vida ofrecía llevó a hombres y mujeres a promover el soporte en que los otros animales continúan, en mundo.  Su mundo, mundo de hombres y mujeres.  La experiencia humana en el mundo varía de calidad con relación a la vida animal en el soporte.  El soporte es el espacio, restringido o extenso, al que el animal se prende “afectivamente” para resistir; es el espacio necesario para su crecimiento y el que delimita su territorio.  Es el espacio en el que,  entrenado, adiestrado, “aprende” a sobrevivir, a cazar, a atacar, a defenderse en un tiempo dependencia de los adultos inmensamente menor del que el ser humano necesita para las mismas cosas.  Cuanto más cultural es el ser, mayor su infancia, su dependencia de cuidados especiales.  Al “movimiento” de los otros animales en el soporte le falta el lenguaje conceptual, la inteligibilidad del propio soporte de donde resultaría inevitablemente la comunicabilidad de lo entendido, el asombro delante de la vida misma, de lo que contiene de misterio.  En el soporte, los comportamientos de los individuos son mucho más explicables por la especie a la que pertenecen que por ellos mismos.  Les falta libertad de opción.  Por eso no se habla de ética entre los elefantes.
La vida en el soporte no implica el lenguaje ni la postura, erecta que permitió la liberación de las manos[14].  Manos que, en gran medida, nos hicieron.  Cuanto mayor se fue volviendo la solidaridad entre manos y mente tanto más el soporte se fue convirtiendo en mundo y la vida en existencia.  El soporte se fue haciendo mundo y la vida, existencia, al paso en que el cuerpo humano se hizo cuerpo consciente, captador, aprendedor, transformador, creador de belleza y no “espacio” vacío para ser llenado con contenidos.
La invención de la existencia implica, hay que repetirlo, necesariamente el lenguaje, la cultura, la comunicación en niveles más profundos y complejos que lo que ocurría y en el dominio de la vida, la “espiritualización” del mundo, la posibilidad de embellecer o de afear el mundo y todo eso definiría a mujeres y hombres como seres éticos.  Capaces de intervenir el mundo, de comparar, de juzgar, de decidir, de romper, de escoger, capaces de grandes acciones, de testimonios dignificantes, pero capaces también de impensables ejemplos de bajeza e indignidad.  Sólo los seres que se volvieron éticos pueden romper con la ética.  No se sabe de leones que hayan asesinado cobardemente leones del mismo o de otro grupo familiar, y después hayan visitado a sus “familiares” para llevarles su solidaridad.  No se sabe de tigres africanos que hayan lanzado bombas altamente destructoras en “ciudades” de tigres asiáticos.
A partir del momento en que los seres humanos, al intervenir en el soporte, fueron creando el mundo, inventaron el lenguaje con que pasaron a darle nombre a las cosas que hacían con su acción sobre el mundo, en la medida en que se fueron preparando para entender el mundo y crearon en consecuencia la necesaria comunicabilidad de lo entendido, ya no fue posible existir salvo estando disponible a la tensión radical y profunda entre el bien y el mal, entre la dignidad y la indignidad, entre la decencia y el impudor, entre la belleza y la fealdad del mundo.  Es decir, ya no fue posible existir sin asumir el derecho o el deber de optar, de decidir, de luchar, de hacer política. Y todo eso nos lleva de nuevo a lo imperioso de la práctica formadora, de naturaleza eminentemente ética. Y todo eso nos lleva de nuevo al radicalismo de la esperanza.  Sé que las cosas pueden incluso empeorar, pero también sé que es posible intervenir para mejorarlas.
Me gusta ser hombre, ser persona, porque no está dado como cierto, inequívoco, irrevocable que soy o seré decente, que manifestaré siempre gestos puros, que soy y que seré justo, que respetaré a los otros, que no mentiré escondiendo su valor porque la envidia de su presencia en el mundo me molesta y me llena de rabia.  Me gusta ser hombre, ser persona, porque sé que mi paso por el mundo no es algo predeterminado, preestablecido.  Que mi “destino” no es un dato sino algo que necesita ser hecho y de cuya responsabilidad no puedo escapar.  Me gusta ser persona porque la Historia en que me hago con los otros y de cuya hechura participo es un tiempo de posibilidades y no de determinismo.  Eso explica que insista tanto en la problematización del futuro y que rechace su inexorabilidad.
2.  Enseñar exige el reconocimiento de ser condicionado
Me gusta ser persona porque, inacabado, sé que soy un ser condicionado pero, consciente del inacabamiento, sé que puedo superarlo.  Ésta es la diferencia profunda entre el ser condicionado y el ser determinado.  La diferencia entre el inacabado que no se sabe como tal y el inacabado que histórica y socialmente logró la posibilidad de saberse inacabado.  Me gusta ser persona porque, como tal, percibo a fin de cuentas que la construcción de mi presencia en el mundo, que no se consigue en el aislamiento, inmune a la influencia de las fuerzas sociales, que no se comprende fuera de la tensión entre lo que heredo genéticamente y lo que heredo social, cultural e históricamente, tiene mucho que ver conmigo mismo.  Sería irónico si la conciencia de mi presencia en el mundo no implicara en sí misma el reconocimiento de la imposibilidad de mi ausencia en la construcción de mi propia presencia.  No puedo percibirme como una presencia en el mundo y al mismo tiempo explicarla como resultado de operaciones absolutamente ajenas a mí.  En este caso, lo que hago es renunciar a la responsabilidad ética, histórica, política y social a que nos compromete la promoción del soporte de mundo.  Renuncio a participar en el cumplimiento de la vocación ontológica de intervenir en el mundo.  El hecho de percibirme en el mundo, con el mundo y con los otros, me pone en una posición ante el mundo que no es la de quien nada tiene que ver con él.  Al fin y al cabo, mi presencia en el mundo no es la de quien se adapta a él, sino la de quien se inserta en él.  Es la posición de quien lucha para no ser tan sólo un objeto, sino también un sujeto de la Historia.
Me gusta ser persona porque, aun sabiendo que las condiciones materiales, económicas, sociales y políticas, culturales e ideológicas en que nos encontramos generan casi siempre barreras de difícil superación para la realización de nuestra tarea histórica de cambiar el mundo, también sé que los obstáculos no se eternizan.
En los años sesenta, ya preocupado por esos obstáculos, apelé  a la conscientización no como una panacea, sino como un esfuerzo de conocimiento crítico de los obstáculos, valga la expresión, de sus razones de ser.  Contra toda la fuerza del discurso fatalista neoliberal, pragmático y reaccionario, insisto hoy, sin desvíos idealistas, en la necesidad de la conscientización.  Insisto en su actualización.  En verdad, como instrumento para la profundización de la prise de consciense del mundo, de los hechos, de los acontecimientos, la conscientización es una exigencia humana, es uno de los caminos para la puesta en práctica de la curiosidad epistemológica.  En lugar de extraña, la conscientización es natural al ser que, inacabado, se sabe inacabado.  Por eso la cuestión sustantiva no está en el inacabamiento puro ni en la inconclusión pura.  La inconclusión, repito, forma parte de la naturaleza del fenómeno vital.  Inconclusos somos nosotros, mujeres y hombres pero también inconclusas son las jaboticabeiras que, durante la cosecha, llenan mi jardín de aves canoras, inconclusas son esas aves como inconcluso es Eico, mi pastor alemán, que me “saluda” feliz al empezar la mañana.
Entre nosotros, mujeres y hombres, a la inconclusión se la conoce como tal.  Es más, la inconclusión que se reconoce a sí misma implica necesariamente la inserción del sujeto inacabado en un permanente proceso social de búsqueda.  Histórico-socio-culturales, mujeres y hombres nos volvemos seres en quienes la curiosidad, desbordando los límites que le son peculiares en el dominio vital, se torna fundadora de la producción del conocimiento. Es  más, la curiosidad ya es conocimiento.  Como el lenguaje que anima la curiosidad y con ella se anima,  también es conocimiento y no sólo su expresión.
Una madrugada, hace algunos meses, estábamos Nita  y yo, cansados, en la sala de embarque de un aeropuerto del norte del país, esperando la partida para São Paulo en uno de esos vuelos madrugadores que la sabiduría popular llama “vuelo tecolote”'.  Cansados y realmente arrepentidos de no haber cambiado el esquema de vuelvo.  Una criatura de tierna edad, saltarina y alegre, nos puso, finalmente, de buen humor a pesar de la hora, tan inconveniente para nosotros.
Llega un avión.  Curiosa, la criatura inclina la cabeza para buscar el sonido de los motores.  Se vuelve hacia su madre y dice: “El avión todavía llegó”.  Sin comentar, la madre afirma: “El avión ya llegó”.  Silencio.  La criatura corre hasta el extremo de la sala y retorna.  “El avión ya llegó”, dice.  El discurso de la criatura, que llevaba implícita su posición curiosa ante lo que ocurría, afirmaba primero el conocimiento de la acción de llegar del avión, segundo el conocimiento de la temporalización de la acción en el adverbio ya.  El discurso de la criatura indicaba el conocimiento desde el punto de vista del hecho concreto: el  avión llegó y ese conocimiento desde el punto de vista infantil es el que, entre otras cosas condujo al dominio de la circunstancia adverbial de tiempo, con el ya.
Volvamos un poco a nuestra reflexión anterior.  Presente entre nosotros, mujeres y hombres, la conciencia del inacabamiento nos hizo seres responsables, por eso la eticidad de nuestra presencia en el mundo.  Eticidad que, no cabe duda, podemos traicionar.  El mundo de la cultura que se prolonga en el mundo de la historia es un mundo de libertad, de opción, de decisión, mundo de posibilidades donde la decencia puede ser negada, la libertad ofendida y rechazada.  Por eso mismo la capacitación de mujeres y hombres en el ámbito de saberes instrumentales nunca puede prescindir de su formación ética.  El radicalismo de esta exigencia es tal que ni siquiera deberíamos tener que insistir en la formación ética del ser al hablar de su preparación técnica y científica.  Es fundamental que insistamos en ella precisamente porque, inacabados pero conscientes del inacabamiento, seres de opción, de decisión, éticos, podemos negar o traicionar la propia ética.  El educador que, al enseñar geografía, “castra” la curiosidad del educando en nombre de la eficacia de la memorización mecánica de la enseñanza de los contenidos, limita la libertad del educando, su capacidad de aventurarse.  No forma, domestica.  Tal como quien asume la ideología fatalista incrustada en el discurso neoliberal, de vez en cuando criticada en este texto, y aplicada preponderantemente a las situaciones en que el paciente son las clases populares.  “No hay nada que hacer, el desempleo es una fatalidad de fin del siglo”.
El “pasear” goloso de los billones de dólares que, en el mercado financiero, “vuelan” de un lugar a otro con la rapidez de los fax, en su búsqueda insaciable de más lucro, no es tratado como fatalidad.  No son las clases populares los objetos inmediatos de su maldad.  Por eso se habla de la necesidad de disciplinar el “pasear” de los dólares.
En el caso de nuestra reforma agraria, la disciplina que se necesita, según los dueños del mundo, es la que apacigüe, a cualquier costo, a los turbulentos y revoltosos “sin-tierra”.  La reforma agraria tampoco se con vierte en una fatalidad.  Su necesidad es una invención absurda de falsos brasileños, proclaman los codiciosos señores de las tierras.
Continuemos pensando un poco sobre la inconclusión del ser que se sabe inconcluso, no la inconclusión pura, en sí, del ser que, en el soporte, no se volvió capaz de reconocerse interminado.  La conciencia del mundo y la conciencia de sí como ser inacabado inscriben necesariamente al ser consciente de su inconclusión en un permanente movimiento de búsqueda.  En realidad, sería una contradicción si, inacabado y consciente del inacabamiento, el ser humano no se insertara en tal movimiento.  Es en este sentido como, para mujeres y hombres, estar en el mundo significa necesariamente estar con el mundo y con los otros.  Estar en el mundo sin hacer historia, sin ser hecho por ella, sin hacer cultura, sin “tratar” su propia presencia en el mundo, sin soñar, sin cantar, sin hacer música, sin pintar, sin cuidar de la tierra, de las aguas, sin usar las manos, sin esculpir, sin filosofar, sin puntos de vista sobre el mundo, sin hacer ciencia, o teología, sin asombro ante el misterio, sin aprender, sin enseñar, sin ideas de formación, sin politizar no es posible.
Es en la inconclusión del ser, que se sabe como tal, donde se funda la educación como un proceso permanente.  Mujeres y hombres se hicieron educables en la medida en que se reconocieron inacabados.  No fue la educación la que los hizo educables, sino que fue la conciencia de su inconclusión la que generó su educabilidad.  También es en la inconclusión, de la cual nos hacemos conscientes y que nos introduce en el movimiento permanente de búsqueda, donde se cimenta la esperanza.  “No estoy esperanzado”, dije cierta vez, por pura testarudez, pero por exigencia ontológica[15].
Éste es un saber fundador de nuestra práctica educativa, de la formación docente, y de nuestra inconclusión asumida.  Lo ideal es que, en la experiencia educativa educandos, educadoras y educadores, juntos, “convivan” con este y con otros saberes de los que hablaré de tal manera que se vayan volviendo sabiduría.  Algo que no nos es extraño a educadoras y educadores. Cuando salgo de casa para trabajar con los alumnos, no tengo ninguna duda de que, inacabados y conscientes del inacabamiento, abiertos a la búsqueda, curiosos, “programados” pero, para aprender”[16],  ejercitaremos tanto más y mejor nuestra capacidad de aprender y de enseñar cuanto más nos hagamos sujetos y no puros objetos del proceso.
3.  Enseñar exige respeto a la autonomía del ser del educando
Otro saber necesario  a la práctica educativa,  y que se apoya en la misma raíz que acabo de discutir –la de la inconclusión del ser que se sabe inconcluso–, es el que se refiere al respeto debido a la autonomía del ser del educando.  Del educando niño, joven o adulto.  Como educador, debo estar constantemente alerta con relación a este respeto, que implica igualmente el que debo tener por mí mismo.  No está de más repetir una afirmación hecha varias veces a lo largo de este texto –el inacabamiento de que nos hicimos conscientes nos hizo seres éticos.  El respeto a la autonomía y a la dignidad de cada uno es un imperativo ético y no un favor que podemos o no concedernos unos a los otros.  Precisamente por éticos es  por lo que podemos desacatar el rigor de la ética y llegar a su negación, por eso es imprescindible dejar claro que la posibilidad del desvío ético no puede recibir otra designación que la de transgresión.  El profesor que menosprecia la curiosidad del educando, su gusto estético, su inquietud, su lenguaje, más precisamente su sintaxis y su prosodia; el profesor que trata con ironía al alumno, que lo minimiza, que lo manda “ponerse en su lugar” al más leve indicio de su rebeldía legítima, así como el profesor que elude el cumplimiento de su deber de poner límites a la libertad del alumno, que esquiva el deber de enseñar, de estar respetuosamente presente en la experiencia formadora del educando, transgrede los principios fundamentalmente éticos de nuestra existencia.  Es en este sentido como el profesor autoritario, que por eso mismo ahoga la libertad del educando, al menospreciar su derecho de ser curioso e inquieto, tanto como el profesor permisivo rompe con el radicalismo del ser humano –el de su inconclusión asumida donde se arraiga la eticidad.  Es también en este sentido como la capacidad del diálogo verdadera, en la cual los sujetos dialógicos aprenden y crecen en la diferencia, sobre todo en su respeto, es la forma de estar siendo coherentemente exigida por seres que, inacabados, asumiéndose como tales, se tornan radicalmente éticos.  Es preciso dejar claro que la transgresión de la eticidad nunca puede ser vista o entendida como virtud, sino como ruptura de la decencia.  Lo que quiero decir es lo siguiente: que alguien se vuelva machista, racista, clasista, lo que sea, pero que se asuma como transgresor de la naturaleza humana.  Que no se venga con justificaciones genéticas, sociológicas o históricas o filosóficas para explicar la superioridad de la blanquitud sobre la negritud, de los hombres sobre las mujeres, de los patrones sobre los empleados.  Cualquier discriminación es inmoral y luchar contra ella es un deber por más que se reconozca la fuerza de los condicionamientos que hay que enfrentar.  Lo bello de ser persona se encuentra, entre otras cosas, en esa posibilidad y en ese deber de pelear.  Saber que debo respeto a la autonomía y a la identidad del educando exige de mí una práctica totalmente coherente con ese saber.
4.  Enseñar exige buen juicio
La vigilancia de mi buen juicio tiene una importancia enorme en la evaluación que, a cada instante, debo hacer de mi práctica.  Antes, por ejemplo, de cualquier reflexión más detenida y rigurosa, es mi buen juicio el que me indica ser tan negativo, desde el punto de vista de mi tarea docente, el formalismo insensible que me hace rechazar el trabajo de un alumno porque está fuera de plazo, a pesar de las explicaciones convincentes del alumno, como el menosprecio pleno por los principios reguladores de la entrega de los trabajos.  Es mi buen juicio el que me advierte que ejercer mi autoridad de profesor en la clase, tomando decisiones, orientando actividades, estableciendo tareas, logrando la producción individual y colectiva del grupo no es señal de autoritarismo de mi parte.  Es mi autoridad cumpliendo con su deber.  Todavía no resolvemos bien entre nosotros la tensión que la contradicción autoridad-libertad nos crea y confundimos casi siempre autoridad con autoritarismo, libertinaje con libertad.
No necesito de un profesor de ética para decirme que no puedo, como orientador de tesis de maestría o de doctorado, sorprender al que se está pos-graduando con críticas duras a su trabajo porque uno de los examinadores fue severo en su argumentación.  Si esto ocurre y yo coincido con las críticas hechas por el profesor no hay otro camino que el de solidarizarme públicamente con el que se está orientando, dividiendo con él la responsabilidad del equívoco o del error criticado[17].  No necesito un profesor de ética para decirme esto.
Mi buen juicio me lo dice.
Saber que debo respeto a la autonomía, a la dignidad y a la identidad del educando y, en la práctica, buscar la coherencia con este saber, me lleva inapelablemente a la creación de algunas virtudes o cualidades sin las cuales ese saber se vuelve falso, palabrería vacía e inoperante[18].  No sirve para nada, a no ser para irritar al educando y desmoralizar el discurso hipócrita del educador, hablar de democracia y libertad pero imponiendo al educando la voluntad arrogante del maestro.
El ejercicio del buen juicio, del cual sólo obtendremos ventajas, se hace en el “cuerpo” de la curiosidad.  En este sentido, cuanto más ponemos en práctica de manera metódica nuestra capacidad de indagar, de comparar, de dudar, de verificar, tanto más eficazmente curiosos nos podemos volver y más crítico se puede hacer nuestro buen juicio.  El ejercicio o la educación del buen juicio va superando lo que en él existe de instintivo en la evaluación que hacemos de los hechos y de los acontecimientos en que nos vemos envueltos.  Si el buen juicio no basta para orientar o fundamentar mis tácticas de lucha en alguna evaluación moral que hago, tiene sin .embargo, indiscutiblemente, un importante papel en mi toma de posición, de la cual la ética no puede estar ausente, frente a lo que debo hacer.
Mi buen juicio me dice, por ejemplo, que es inmoral afirmar que el hambre y la miseria a que están expuestos millones de brasileñas y brasileños son una fatalidad frente a la cual sólo hay una cosa que para hacer: esperar pacientemente a que cambie la realidad.  Mi buen juicio me dice que eso es inmoral y exige de mi rigor científico la afirmación de que es posible cambiar con disciplina la voracidad de la minoría insaciable.
Mi buen juicio me advierte que hay algo que debe ser comprendido en el comportamiento de Pedrito, silencioso, asustado, distante, temeroso, que se esconde de sí mismo.  El buen juicio me indica que el problema no está en los otros niños, en su inquietud, en su alboroto, en su vitalidad.  Mi buen juicio no me indica cuál es el problema, pero hace evidente que hay algo que necesita ser sabido.  Ésta es la tarea de la ciencia que, sin el buen juicio del científico, puede desviarse y perderse.  No tengo duda del fracaso del científico a quien le falte la capacidad de adivinar el sentido de la desconfianza, la apertura a la duda, la inquietud de quien no está demasiado seguro de las certezas.  Siento lástima, y a veces miedo, del científico demasiado seguro de la seguridad, señor de la verdad y que ni siquiera sospecha de la historicidad del propio saber.
Es mi buen juicio, en primer lugar, el que me hace sospechar, como mínimo, que no es posible que la escuela, sí está de verdad involucrada en la formación de educandos educadores, se aleje de las condiciones sociales, culturales, económicas de sus alumnos, de sus familias, de sus vecinos.
No es posible respetar a los educandos, su dignidad, su ser en formación, su identidad en construcción, si no se toman en cuenta las condiciones en que ellos vienen existiendo, si no se reconoce la importancia de los “conocimientos hechos de experiencia” con que llegan a la escuela.  El respeto debido a dignidad del educando no me permite subestimar, o lo que es peor, burlarme del saber que él trae consigo a la escuela.
Cuanto más riguroso me vuelvo en mi práctica de conocer, tanto más respeto debo guardar, por crítico, con relación al saber ingenuo que debe ser superado por el saber producido a través del ejercicio de la curiosidad epistemológica.
Al pensar sobre el deber que tengo, como profesor, de respetar la dignidad del educando, su autonomía, su identidad en proceso, debo también pensar, como ya señalé, en cómo lograr una práctica educativa en la que ese respeto, que sé que debo tener para con el educando, se realice en lugar de ser negado.  Esto exige de mí una reflexión crítica permanente sobre mi práctica, a través de la cual yo voy evaluando mi actuar con los educandos.  Lo ideal es que, tarde o temprano, se invente una forma para que los educandos puedan participar de la evaluación.  Es que el trabajo es el trabajo del profesor con los alumnos y no del profesor consigo mismo.
Esta evaluación crítica de la práctica va revelando la necesidad de una serie de virtudes o cualidades sin las cuales ni ella ni el respeto al educando son posibles.
Estas cualidades o virtudes absolutamente indispensables a la puesta en práctica de este otro saber fundamental para la experiencia educativa –saber que debo respeto a la autonomía, a la dignidad y a la identidad del educando– no son premios que recibimos por buen comportamiento.  Las cualidades o virtudes son construidas por nosotros al imponernos el esfuerzo de disminuir la distancia que existe entre lo que decimos y lo que hacemos.  Este esfuerzo, el de disminuir la distancia que hay entre el discurso y la práctica, es ya una de esas virtudes indispensables –la de la coherencia.  ¿Cómo puedo yo, en verdad, continuar hablando del respeto a la dignidad del educando si lo trato con ironía, si lo discrimino, si lo inhibo con mi arrogancia.  ¿Cómo puedo continuar hablando de mi respeto al educando si el testimonio que le doy es el de la irresponsabilidad, el de quien no cumple con su deber, el de quien no se prepara u organiza para su práctica, el de quien no lucha por sus derechos ni protesta contra las injusticias?[19]  La práctica docente, específicamente humana, es profundamente formadora y por eso, ética.  Si no se puede esperar que sus agentes sean santos o ángeles, se puede y se debe exigir de ellos seriedad y rectitud.
La responsabilidad del profesor que a veces no percibimos siempre es grande.  La propia naturaleza de su práctica eminentemente formadora subraya la manera en que se realiza.  Su presencia en el salón es de tal manera ejemplar que ningún profesor o profesora escapa al juicio que los alumnos hacen de él o de ella.  Y tal vez el peor de los juicios es el que se expresa en la “falta” de juicio.  El peor juicio es el que considera al profesor una ausencia en el salón.
El profesor autoritario, el profesor permisivo, el profesor competente, serio, el profesor incompetente, irresponsable, el profesor amoroso con la vida y de la gente, el profesor mal querido, siempre con rabia hacia las personas y el mundo, frío, burocrático, racionalista, ninguno de ellos pasa por los alumnos sin dejar su huella.  De allí la importancia del ejemplo que ofrezca el profesor de su lucidez y de su compromiso en la pelea por la defensa de sus derechos, así como por la exigencia de las condiciones necesarias para el ejercicio de sus deberes.  El profesor tiene el deber de dar sus clases, de realizar su tarea docente.  Para eso, requiere condiciones favorables, higiénicas, espaciales, estéticas, sin las cuales se mueve con menos eficacia en el espacio pedagógico.  A veces las condiciones son tan malas que ni se mueve.  La falta de respeto a este espacio es una ofensa a los educandos, a los educadores y a la práctica pedagógica.
5.  Enseñar exige humildad, tolerancia y lucha en defensa de los derechos de los educadores
Si hay algo que los brasileños necesitan saber, desde la más tierna edad, es que la lucha en favor del respeto a los educadores y a la educación significa que la pelea por salarios menos inmorales es un deber irrecusable y no sólo un derecho.  La lucha de los profesores en defensa de sus derechos y de su dignidad debe ser entendida como un momento importante de su práctica docente, en cuanto práctica ética.  No es algo externo a la actividad docente, sino algo intrínseco a ella.  El combate en favor de la dignidad de la práctica docente es tan parte de ella misma como el respeto que el profesor debe tener a la identidad del educando, a su persona, a su derecho de ser.  Uno de los peores males que el poder público nos ha venido haciendo en Brasil, históricamente, desde que la sociedad brasileña se creó, es el de hacer que muchos de nosotros, existencialmente cansados a fuerza de tanta desatención hacia la educación pública, corramos el riesgo de caer en la indiferencia fatalistamente cínica que lleva a cruzar los brazos.  “No hay nada que hacer” es el discurso acomodaticio que no podemos aceptar.
Mi respeto de profesor a la persona del educando, a su curiosidad, a su timidez, que no debo agravar con procedimientos inhibitorios, exige de mí el cultivo de la humildad y la tolerancia.  ¿Cómo puedo respetar la curiosidad del educando si, carente de humildad y de la real comprensión del papel de la ignorancia en la búsqueda del saber, temo revelar mi desconocimiento?  ¿Cómo ser educador, sobre todo desde una perspectiva progresista, sin aprender, con mayor o menor esfuerzo, a convivir con los diferentes?  ¿Cómo ser educador si no desarrollo en mí la necesaria actitud amorosa hacia a los educandos con quienes me comprometo y al propio proceso formador del que soy parte?  No me puede enfadar lo que hago so pena de no hacerlo bien.  El olvido a que está relegada la práctica pedagógica, que siento como una falta de respeto a mi persona, no es motivo para no amarla o para no amar a los educandos.  No tengo por qué ejercerla mal.  Mi respuesta a la ofensa a la educación es la lucha política consciente, crítica y organizada contra los ofensores.  Acepto incluso abandonarla, cansado, a la espera de mejores días.  Lo que no es posible es permanecer en ella y envilecerla con el desdén por mí mismo y por los educandos.
Una de las formas de lucha contra la falta de respeto de los poderes públicos hacia la educación es, por un lado, nuestro rechazo a transformar nuestra actividad docente en una pura “chamba” y, por el otro, nuestra negativa a entenderla y a ejercerla como práctica afectiva de “tíos y tías”*.
Ellos y ellas deben verse a sí mismos como profesionistas idóneos, pues es en la competencia que se organiza políticamente donde tal vez radica la mayor fuerza de los educadores.  Es en este sentido como los órganos de clase deberían dar prioridad al empeño de formación permanente de los cuadros del magisterio como tarea altamente política y repensar la eficacia de las huelgas.  La cuestión que se plantea, obviamente, no es parar la lucha sino, reconociendo que la lucha es una categoría histórica, reinventar la forma también histórica de luchar.
6.  Enseñar exige la aprehensión de la realidad
Otro saber fundamental para la práctica educativa es el que se refiere a su naturaleza.  Como profesor necesito moverme con claridad en mi práctica.  Necesito conocer las diferentes dimensiones que caracterizan la esencia de la práctica, lo que me puede hacer más seguro de mi propio desempeño.
El mejor punto de partida para estas reflexiones es la inconclusión de la que el ser humano se ha hecho consciente.  Como vimos, allí radica nuestra educabilidad lo mismo que nuestra inserción en un movimiento permanente de búsqueda en el cual, curiosos e inquisitivos, no sólo nos damos cuenta de las cosas sino que también podemos tener un conocimiento cabal de ellas.  La capacidad de aprender, no sólo para adaptamos sino sobre todo para transformar la realidad, para intervenir en ella y recrearla, habla de nuestra educabilidad en un nivel distinto del nivel del adiestramiento de los otros animales o del cultivo de las plantas.
Nuestra capacidad de aprender, de donde viene la de enseñar, sugiere, o, más que eso, implica nuestra habilidad de aprehender la sustantividad del objeto aprendido.  La memorización mecánica del perfil del objeto no es un verdadero aprendizaje del objeto o del contenido.  En este caso, el aprendiz funciona mucho más como paciente de la transferencia del objeto o del contenido que como sujeto crítico, epistemológicamente curioso, que construye el conocimiento del objeto o participa de su construcción.  Es precisamente gracias a esta habilidad de aprehender la sustantividad del objeto como nos es posible reconstruir un mal aprendizaje, en el cual el aprendiz fue un simple paciente de la transferencia del conocimiento hecha por el educador.
Mujeres y hombres, somos los únicos seres que, social e históricamente, llegamos a ser capaces de aprehender.  Por eso, somos los únicos para quienes aprender es una aventura creadora, algo, por eso mismo, mucho más rico que simplemente repetir la lección dada.  Para nosotros aprender es construir, reconstruir, comprobar para cambiar, lo que no se hace sin apertura al riesgo y a la aventura del espíritu.
A esta altura, creo poder afirmar que toda práctica educativa demanda la existencia de sujetos, uno que, al enseñar, aprende, otro que, al aprender, enseña, de allí su cuño gnoseológico; la existencia de objetos, contenidos para ser enseñados y aprendidos, incluye el uso de métodos, de técnicas, de materiales; implica, a causa de su carácter directivo, objetivo, sueños, utopías, ideales.  De allí su politicidad, cualidad que tiene la práctica educativa de ser política, de no poder ser neutral.
La educación, específicamente humana, es gnoseológica, es directiva, por eso es política, es artística y moral, se sirve de medios, de técnicas, lleva consigo frustraciones, miedos, deseos.  Exige de mí, como profesor, una competencia general, un saber de su naturaleza y saberes especiales, ligados a mi actividad docente.
Si mi opción es progresista y he sido y soy coherente con ella, no puedo, como profesor, permitirme la ingenuidad de pensarme igual al educando, de desconocer la especificidad de la tarea del profesor, ni puedo tampoco, por otro lado, negar que mi papel fundamental es contribuir positivamente para que el educando vaya siendo el artífice de su formación con la ayuda necesaria del educador.  Si trabajo con niños, debo estar atento a la difícil travesía o senda de la heteronomía a la autonomía, atento a la responsabilidad de mi presencia que tanto puede ser auxiliadora como convertirse en perturbadora de la búsqueda inquieta de los educandos; si trabajo con jóvenes o con adultos, debo estar no menos atento con respecto a lo que mi trabajo pueda significar como estímulo o no a la ruptura necesaria con algo mal fundado que está a la espera de superación.  Antes que nada, mi posición debe ser de respeto a la persona que quiera cambiar o que se niegue a cambiar.  No puedo negarle ni esconderle mi posición pero no puedo desconocer su derecho de rechazarla.  En nombre del respeto que debo a los alumnos no tengo por qué callarme, por qué ocultar mi opción política y asumir una neutralidad que no existe.  Ésta, la supresión del profesor en nombre del respeto al alumno, tal vez sea la mejor manera de no respetarlo.  Mi papel, por el contrario, es el de quien declara el derecho de comparar, de escoger, de romper, de decidir y estimular la asunción de ese derecho por parte de los educandos.
Recientemente, en un encuentro público, un joven recién ingresado a la universidad me dijo cortésmente:
“No entiendo cómo defiende usted a los sin-tierra, que en el fondo son unos alborotadores creadores de problemas.”
“Puede haber alborotadores entre los sin-tierra, –respondí– pero su lucha es legítima y ética”.  “Creadora de problemas” es la resistencia reaccionaria de los que se oponen a sangre y fuego a la reforma agraria.  La inmoralidad y el desorden están en el mantenimiento de un “orden” injusto.
La conversación, aparentemente, terminó allí.  El joven apretó mi mano en silencio.  No sé cómo habrá “tratado” después la cuestión, pero fue importante que hubiera dicho lo que pensaba y que hubiera oído de mí lo que me parece justo que debía decir.
Es así como voy intentando ser profesor, asumiendo mis convicciones, disponible al saber, sensible a la belleza de la práctica educativa, instigado por sus desafíos que no le permiten burocratizarse, asumiendo mis limitaciones, acompañadas siempre del esfuerzo por superarlas, limitaciones que no trato de esconder en nombre del propio respeto que tengo por los educandos y por mí.
7.  Enseñar exige alegría y esperanza
Mi involucramiento con la práctica educativa, sabidamente política, moral, gnoseológica, nunca dejó de realizarse con alegría, lo que no quiere decir que haya podido fomentarla siempre en los educandos.  Pero, en cuanto clima o atmósfera del espacio pedagógico, nunca dejé de estar preocupado por ella.
Hay una relación entre la alegría necesaria para la actividad educativa y la esperanza.  La esperanza de que profesor y alumnos podemos juntos aprender, enseñar, inquietarnos, producir y juntos igualmente resistir a los obstáculos que se oponen a nuestra alegría.  En verdad, desde el punto de vista de la naturaleza humana, la esperanza no es algo que se yuxtaponga a ella.  La esperanza forma parte de la naturaleza humana.  Sería una contradicción si, primero, inacabado y consciente del inacabamiento, el ser humano no se sumara o estuviera predispuesto a participar en un movimiento de búsqueda constante y, segundo, que se buscara sin esperanza.  La desesperanza es la negación de la esperanza.  La esperanza es una especie de ímpetu natural posible y necesario, la desesperanza es el aborto de este ímpetu.  La esperanza es un condimento indispensable de la experiencia histórica.  Sin ella no habría Historia, sino puro determinismo.  Sólo hay Historia donde hay tiempo problematizado y no pre-dado. La inexorabilidad del futuro es la negación de la Historia.
Es necesario que quede claro que la desesperanza no es una manera natural de estar siendo del ser humano, sino la distorsión de la esperanza.  Yo no soy primero un ser de la desesperanza para ser convertido o no por la esperanza.  Yo soy, por el contrario, un ser de la esperanza que, por “x” razones, se volvió desesperanzado.  De allí que una de nuestras peleas como seres humanos deba dirigirse a disminuir las razones objetivas de la desesperanza que nos inmoviliza.
Por todo eso me parece una enorme contradicción que una persona progresista, que no le teme a la novedad, que se siente mal con las injusticias, que se ofende con las discriminaciones, que se bate por la decencia, que lucha contra la impunidad, que rechaza el fatalismo cínico e inmovilizante, no esté críticamente esperanzada.
La desproblematización del futuro por una comprensión mecanicista de la Historia, de derecha o de izquierda, lleva necesariamente a la muerte o a la negación autoritaria del sueño, de la utopía, de la esperanza.  Es que, en el entendimiento mecanicista y por lo tanto determinista de la Historia, el futuro ya es conocido.  La lucha por un futuro así a priori conocido prescinde de la esperanza.
La desproblematización del futuro, no importa en nombre de qué, es una ruptura violenta con la naturaleza humana social e históricamente en proceso de constitución.
Recientemente, en Olinda, en una mañana como sólo los trópicos conocen, entre lluviosa y llena de sol, tuve una conversación, que llamaría ejemplar, con un joven educador popular que a cada instante, a cada palabra, a cada reflexión, reflejaba la coherencia con que vive su opción democrática y popular.  Caminábamos, Danilson Pinto y yo, con el alma abierta al mundo, curiosos, receptivos, por las sendas de una favela donde temprano se aprende que sólo a costa de mucha testarudez se consigue tejer la vida con su casi ausencia –negación–, con carencia, con amenazas, con desesperación, con ofensa y dolor.  Mientras andábamos por las calles de ese mundo maltratado y ofendido yo me iba acordando de experiencias de mi juventud en otras favelas de Olinda o de Recife, de mis diálogos con favelados y faveladas de alma desgarrada.  Tropezando en el dolor humano, nos preguntábamos acerca de un sinnúmero de problemas.  ¿Qué hacer, en cuanto educadores, trabajando en un contexto como ése?  ¿Hay realmente algo qué hacer?  ¿Cómo hacer lo que hay que hacer?  ¿Qué necesitamos saber nosotros, los llamados educadores, para hacer viables incluso nuestros primeros encuentros con mujeres, hombres y niños cuya humanidad es negada y traicionada, cuya existencia es aplastada?  Nos detuvimos en medio de un camino estrecho que permitía la travesía de la favela por una parte menos maltratada del barrio popular.  Abajo, veíamos un brazo de río contaminado, sin vida, cuya lama, y no agua, empapa los mocambos* que están casi sumergidos en ella.  “Más allá de los mocambos –me dijo Danilson– hay algo peor: un gran terreno donde se deposita la basura pública.  Los habitantes de toda esa área «hurgan» en la basura algo que comer, algo que vestir, algo que los mantenga vivos”.  Fue en ese horror donde hace dos años una familia encontró, entre la basura de un hospital, pedazos de un seno amputado con los que preparó su comida dominguera.  La prensa dio a conocer el hecho que cito, horrorizado y lleno de justa rabia, en mi libro, À sombra desta mangueira.  Es posible que la noticia haya provocado en los pragmáticos neoliberales su reacción habitual y fatalista siempre en favor de los poderosos.  “Es triste, pero ¿qué se puede hacer?  Ésta es la realidad”. La realidad, sin embargo, no es inexorablemente ésta.  Es ésta como podría ser otra y para que sea otra es que los progresistas necesitamos luchar.  Yo me sentiría, más que triste, desolado y sin encontrarle sentido a mi presencia en el mundo, si fuertes e indestructibles razones me convencieran de que la existencia humana se da en el dominio de la determinación.  Dominio en el que difícilmente se podría hablar de opciones, de decisión, de libertad, de ética.  “¿Qué hacer?  La realidad es así”, sería el discurso universal.  Discurso monótono, repetitivo, como la propia existencia humana.  En una historia así determinada las posiciones rebeldes no tienen cómo volverse revolucionarias.
Tengo derecho de sentir rabia, de manifestarla, de tenerla como motivación para mi pelea tal como tengo el derecho de amar, de expresar mi amor al mundo, de tenerlo como motivación para mi pelea porque, histórico, vivo la Historia como tiempo de posibilidad y no de determinación.  Si la realidad fuera así porque estuviera dicho que así debe ser no habría siquiera por qué sentir rabia.  Mi derecho a la rabia presupone que, en la experiencia histórica de la cual participo, el mañana no es algo pre-dado, sino un desafío, un problema.  Mi rabia, mi justa ira, se funda en mi rebelión frente a la negación del derecho de “ser más” inscrito en la naturaleza de los seres humanos.  Por eso no puedo cruzar los brazos fatalistamente ante la miseria, eximiéndome, de esa manera, de mi responsabilidad en el discurso cínico y “tibio” que habla de la imposibilidad de cambiar porque la realidad es así.  El discurso de la adaptación o de su defensa, el discurso de la exaltación del silencio impuesto del que resulta la inmovilidad de los silenciados, el discurso del elogio de la adaptación considerada como hado o sino es un discurso negador de la humanización de cuya responsabilidad no podemos eximimos.  La adaptación a situaciones negadoras de la humanización sólo puede ser admitida como consecuencia de la experiencia dominadora, o como ejercicio de resistencia, como táctica en la lucha política.  Doy la impresión de que acepto hoy la condición de silenciado para mejor luchar, cuando me sea posible, contra la negación de mí mismo.  Esta cuestión, la de la legitimidad de la rabia contra la docilidad fatalista de cara a la negación de las personas fue un tema que estuvo implícito en toda nuestra conversación aquella mañana.
8.  Enseñar exige la convicción de que el cambio es posible
Uno de los saberes primeros, indispensables para quien al llegar a favelas o a realidades marcadas por la traición a nuestro derecho de ser pretende que su presencia se vaya convirtiendo en convivencia, que su estar en el contexto se vaya volviendo estar con él, es el saber del futuro como problema y no como inexorabilidad.  Es el saber de la Historia como posibilidad y no como determinación.  El mundo no es.  El mundo está siendo.  Mi papel en el mundo, como subjetividad curiosa, inteligente, interferidora en la objetividad con que dialécticamente me relaciono, no es sólo el de quien constata lo que ocurre sino también el de quien interviene como sujeto de ocurrencias.  No soy sólo objeto de la Historia sino que soy igualmente su sujeto.  En el mundo de la Historia, de la cultura, de la política, compruebo, no para adaptarme, sino para cambiar.  En el propio mundo físico, mi comprobación no me lleva a la impotencia.  El conocimiento sobre los terremotos desarrolló toda una ingeniería que nos ayuda a sobrevivirlos.  No podemos eliminarlos pero podemos disminuir los daños que nos causan.  Al comprobar, nos volvemos capaces de intervenir en la realidad, tarea incomparablemente más compleja y generadora de nuevos saberes que la de simplemente adaptarnos a ella.  Es por eso también por lo que no me parece posible ni aceptable la posición ingenua o, peor, astutamente neutra de quien estudia, ya sea el físico, el biólogo, el sociólogo, el matemático, o el pensador de la educación.  Nadie puede estar en el mundo, con el mundo y con los otros de manera neutral.  No puedo estar en el mundo, con las manos enguantadas, solamente comprobando.  En mí la adaptación es sólo el camino para la inserción, que implica decisión, elección, intervención en la realidad.  Hay preguntas que debemos formular insistentemente y que nos hacen ver la imposibilidad de estudiar por estudiar.  De estudiar sin compromiso como si de repente, misteriosamente, no tuviéramos nada que ver con el mundo, un externo y distante mundo, ajeno a nosotros como nosotros a él.
¿En favor de qué estudio? ¿En favor de quién? ¿Contra qué estudio? ¿Contra quién estudio?
¿Qué sentido tendría la actividad de Danilson en el mundo que descubríamos desde aquel camino si, para él, la impotencia de aquella gente fustigada por la carencia estuviera decretada por un destino todopoderoso?  A Danilson le restaría solamente trabajar por la posible mejoría del desempeño de la población en el proceso irrecusable de su adaptación a la negación de la vida.  De esa manera, la práctica de Danilson sería el elogio de la resignación.  Sin embargo, en la medida en que para él, como para mí, el futuro es problemático y no inexorable, se nos ofrece otra tarea.  La de discutir la problematización del mañana y volverla tan obvia como la carencia total en la favela, y al hacerlo ir haciendo igualmente obvio que la adaptación al dolor, al hambre, a la falta de comodidad, a la falta de higiene que el yo de cada uno, en cuerpo y alma, experimenta, es una forma de resistencia física a la que se va juntando otra, la cultural.  Resistencia a la desconsideración ofensiva de que son objeto los miserables.  En el fondo, las resistencias –la orgánica y/o la cultural– son mañas necesarias para la sobrevivencia física y cultural de los oprimidos.  El sincretismo religioso afro-brasileño expresa la resistencia o la maña que la cultura africana de los esclavos usaba para defenderse del poder hegemónico del colonizador blanco.
Sin embargo, es preciso que, en la resistencia que nos preserva vivos, en la comprensión del futuro como problema y en la vocación para ser más como expresión de la naturaleza humana en proceso de estar siendo, encontremos fundamentos para nuestra rebeldía y no para nuestra resignación frente a las ofensas que nos destruyen el ser.  No es en la resignación en la que nos afirmamos, sino en la rebeldía frente a las injusticias.
Una de las cuestiones centrales que tenemos que trabajar es la de convertir las posturas rebeldes en posturas revolucionarias que nos involucran en el proceso radical de transformación del mundo.  La rebeldía es un punto de partida indispensable, es el detonante de la ira justa, pero no es suficiente.  La rebeldía en cuanto denuncia necesita prolongarse hasta una posición más radical y crítica, la revolucionaria, fundamentalmente anunciadora.  La transformación del mundo implica establecer una dialéctica entre la denuncia de la situación deshumanizante y el anuncio de su superación, que es, en el fondo, nuestro sueño.
Es a partir de este saber fundamental: cambiar es difícil pero es posible, como vamos a programar nuestra acción político-pedagógica, sin importar si el proyecto con el cual nos comprometemos es de alfabetización de adultos o de infantes, de acción sanitaria, de evangelización, o de formación de mano de obra técnica.
El éxito de educadores como Danilson está centralmente en esta certeza que nunca los deja de que es posible cambiar, de que es necesario cambiar, de que preservar situaciones concretas de miseria es una inmoralidad.  Así es como este saber que la Historia viene comprobando se erige en principio de acción y abre camino a la constitución, en la práctica, de otros saberes indispensables.
No se trata obviamente de obligar a la población explotada y sufrida a que se rebele, que se movilice, que se organice para defenderse, valga decir, para transformar el mundo.  No importa si trabajamos con alfabetización, con salud, con evangelización o con todas ellas, se trata en verdad de, junto al trabajo específico de cada uno de esos campos, desafiar a los grupos populares para que perciban, en términos críticos, la violencia y la profunda injusticia que caracterizan su situación concreta.  Aún más, que su situación concreta no es destino cierto o voluntad de Dios, algo que no puede ser transformado.
No puedo aceptar como táctica del buen combate la política del cuanto peor mejor, pero tampoco puedo aceptar, impasible, la política asistencialista que, al anestesiar la conciencia oprimida, prorroga, sine die, la necesaria transformación de la sociedad.  No puedo prohibir que los oprimidos con los que trabajo en una favela voten por candidatos reaccionarios, pero tengo el deber de advertirlos sobre el error que cometen, de la contradicción en que se enredan.  Votar por el político reaccionario es ayudar a la preservación del statu quo.  Si soy coherente con mi opción, ¿cómo puedo votar por un candidato cuyo discurso, radiante de desamor, anuncia sus proyectos racistas?
Partiendo de que la experiencia de la miseria es violencia y no la expresión de la pereza popular o fruto del mestizaje o de la voluntad punitiva de Dios, violencia contra la que debemos luchar, tengo que irme volviendo cada vez más competente, en cuanto educador, para que mi lucha no pierda eficacia.  Es que el saber al que me referí –cambiar es difícil pero es posible–, que me empuja esperanzado a la acción, no es suficiente para la eficacia necesaria a la que hice mención.  Al moverme en cuanto fundado en él, necesito tener y renovar saberes específicos en cuyo campo mi curiosidad se inquieta y mi práctica se apoya.  ¿Cómo alfabetizar sin conocimientos precisos sobre la adquisición del lenguaje, sobre lenguaje e ideología, sobre técnicas y métodos de la enseñanza de la lectura y de la escritura?  Por otro lado, ¿cómo trabajar, no importa en qué campo, en el de la alfabetización, en el de la producción económica en proyectos cooperativos, en el de la evangelización o en el de la salud, sin ir conociendo las mañas que los grupos humanos usan para producir su sobrevivencia?
Como educador, necesito ir “leyendo” cada vez mejor la lectura del mundo que los grupos populares con los que trabajo hacen de su contexto inmediato y del más amplio del cual el suyo forma parte.  Lo que quiero decir es lo siguiente: en mis relaciones político-pedagógicas con los grupos populares no puedo de ninguna manera dejar de considerar su saber hecho de experiencia.  Su explicación del mundo, de la que forma parte la comprensión de su propia presencia en el mundo y todo eso viene explícito o sugerido o escondido en lo que llamo “lectura del mundo” que precede siempre a la “lectura de la palabra”.
Si, por un lado, no puedo adaptarme o “convertirme” al saber ingenuo de los grupos populares, por el otro, si soy realmente progresista, no puedo imponerles arrogantemente mi saber como el verdadero.  El diálogo en el que se va desafiando al grupo popular a pensar su historia social como experiencia igualmente social de sus miembros, va revelando la necesidad de superar ciertos saberes que, desnudos, van mostrando su “incompetencia” para explicar los hechos.
Uno de los equívocos funestos de los militantes políticos de práctica mesiánicamente autoritaria fue siempre desconocer por completo la comprensión del mundo de los grupos populares.  Al verse como portadores de la verdad salvadora, su tarea no es proponerla sino imponerla a los grupos populares.
Recientemente, en un debate sobre la vida en la favela, oí de un joven obrero que ya había pasado el tiempo en que él se avergonzaba de ser favelado.  “Ahora –decía–, me enorgullezco de todos nosotros, compañeros y compañeras, de lo que hemos hecho con nuestra lucha, de nuestra organización.  No es el favelado el que debe tener vergüenza de la condición de favelado sino aquel que, viviendo bien y fácil, nada hace para transformar la realidad que produce la favela.  Eso lo aprendí con la lucha”.  Es posible que ese discurso del joven obrero no hubiera provocado nada o casi nada al militante autoritario mesiánico.  Es incluso posible que la reacción del joven –más revolucionarista que revolucionario– fuera negativa al razonamiento del favelado, entendido como expresión de quien se inclina más hacia el acomodo que hacia la lucha.  En el fondo, el discurso del joven obrero era la nueva lectura que él hacía de su experiencia social de favelado.  Si ayer se culpaba, ahora se volvía capaz de percibir que no era sólo responsabilidad suya el encontrarse en esa condición.  Pero, sobre todo, se tornaba capaz de percibir que la situación del favelado no es irrevocable.  Su lucha fue más importante en la constitución de su nuevo saber que el discurso sectario del militante mesiánicamente autoritario.
Es importante resaltar que el nuevo momento en la comprensión de la vida social no es exclusivo de una persona.  La experiencia que posibilita el discurso nuevo es social.  Sin embargo, una persona u otra se anticipa en hacer explícita la nueva percepción de la misma realidad.  Una de las tareas fundamentales del educador progresista es, sensible a la lectura y a la relectura del grupo, provocar a éste y estimular la generalización de la nueva forma de comprensión del contexto.
Es importante tener siempre claro que inculcar en los dominados la responsabilidad de su situación forma parte del poder ideológico dominante.  De allí la culpa que ellos sienten, en determinado momento de sus relaciones con su contexto y con las clases dominantes, por encontrarse en esta o aquella situación de desventaja.  La respuesta que recibí de una mujer sufrida, en San Francisco, California, en una institución católica de asistencia a los pobres, es ejemplar.  Hablaba con dificultad del problema que la afligía y yo, sin tener casi qué decir, afirmé indagando: “Usted es norteamericana, ¿no es verdad?”
“No.  Soy pobre”, respondió, como si estuviera pidiendo disculpas a la “norteamericanidad” por su fracaso en la vida.  Me acuerdo de sus ojos azules anegados en lágrimas expresando su sufrimiento y la asunción de la culpa por su “fracaso” en el mundo.  Personas como ella forman parte de las legiones de ofendidos que no ubican la razón de ser de su dolor en la perversidad del sistema social, económico, político en que viven, sino en su propia incompetencia.  Mientras se sientan así, piensen así y actúen así, reforzarán el poder del sistema.  Se vuelven conniventes con el orden deshumanizante.
La alfabetización en un área de miseria, por ejemplo, sólo adquiere sentido en la dimensión humana sí, con ella, se realiza una especie de psicoanálisis histórico-político-social del que vaya resultando la extraversión de la culpa indebida.  Esto corresponde a la “expulsión” del opresor de “dentro” del oprimido, en cuanto sombra invasora.  Sombra que, expulsada por el oprimido, debe ser sustituida por su autonomía y su responsabilidad.  Sin embargo, hay que destacar que pese a la relevancia ética y política del esfuerzo conscientizador que acabo de señalar, no es posible detenerse en él y dejar relegada a un segundo plano la enseñanza de la escritura y de la lectura de la palabra.  Desde una perspectiva democrática, no podemos transformar una clase de alfabetización en un espacio donde se prohíbe toda reflexión en torno de la razón de ser de los hechos ni tampoco en una “asamblea libertadora”.  La tarea fundamental de los Danilson, entre los cuales me sitúo, es experimentar con intensidad la dialéctica entre “la lectura del mundo” y la “lectura de la palabra”.
“Programados para aprender” e imposibilitados de vivir sin la referencia de un mañana, donde quiera que haya mujeres y hombres habrá siempre qué hacer, habrá siempre qué enseñar, habrá siempre qué aprender.
No obstante, para mí nada de eso tiene sentido si se lo realiza contra la vocación para el “ser más”, que se constituye histórica y socialmente, y en el que mujeres y hombres estamos insertos.
9.  Enseñar exige curiosidad
Un poco más sobre la curiosidad
Si existe una práctica ejemplar como negación de la experiencia formadora es la que dificulta o inhibe la curiosidad del educando y, en consecuencia, la del educador.  Es que el educador que sigue procedimientos autoritarios o paternalistas que impiden o dificultan el ejercicio de la curiosidad del educando, termina por entorpecer su propia curiosidad.  Ninguna curiosidad se sustenta éticamente en el ejercicio de la negación de la otra curiosidad.  La curiosidad de los padres que sólo se experimenta en el sentido de saber cómo y dónde anda la curiosidad de los hijos se burocratiza y perece.  La curiosidad que silencia a otra también se niega a sí misma.  El buen clima pedagógico-democrático es aquel en el que el educando va aprendiendo, a costa de su propia práctica, que su curiosidad como su libertad debe estar sujeta a límites, pero en ejercicio permanente.  Límites asumidos éticamente por él.  Mi curiosidad no tiene derecho de invadir la privacidad del otro y exponerla a los demás.
Como profesor debo saber que sin la curiosidad que me mueve, que me inquieta, que me inserta en la búsqueda, no aprendo ni enseño.  Ejercer mi curiosidad de manera correcta es un derecho que tengo como persona y al que corresponde el deber de luchar por él, el derecho a la curiosidad.  Con la curiosidad domesticada puedo alcanzar la memorización mecánica del perfil de este o de aquel objeto, pero no el aprendizaje real o el conocimiento cabal del objeto.  La construcción o la producción del conocimiento del objeto implica el ejercicio de la curiosidad, su capacidad crítica de “tomar distancia” del objeto, de observarlo, de delimitarlo, de escindirlo, de “cercar” el objeto o hacer su aproximación metódica, su capacidad de comparar, de preguntar.
Estimular la pregunta, la reflexión crítica sobre la propia pregunta, lo que se pretende con esta o con aquella pregunta en lugar de la pasividad frente a las explicaciones discursivas del profesor, especie de respuestas a preguntas que nunca fueron hechas.  Esto no significa realmente que, en nombre de la defensa de la curiosidad necesaria, debamos reducir la actividad docente al puro ir y venir de preguntas y respuestas que se esterilizan burocráticamente.  La capacidad de diálogo no niega la validez de momentos explicativos, narrativos, en que el profesor expone o habla del objeto.  Lo fundamental es, que profesor y alumnos sepan que la postura que ellos, profesor y alumnos, adoptan, es dialógica, abierta, curiosa, indagadora y no pasiva, en cuanto habla o en cuanto escucha.  Lo que importa es que profesor y alumnos se asuman como seres epistemológicamente curiosos.
En este sentido, el buen profesor es el que consigue, mientras habla, traer al alumno hasta la intimidad del movimiento de su pensamiento.  De esa manera su aula es un desafío y no una “canción de cuna”.  Sus alumnos se cansan, no se duermen.  Se cansan porque acompañan las idas y venidas de su pensamiento, descubren sus pausas, sus dudas, sus incertidumbres.
Antes de cualquier discusión tentativa sobre técnicas, sobre materiales, sobre métodos para una clase dinámica como ésa, es preciso, incluso indispensable, que el profesor “descanse” en el saber de que la piedra fundamental es la curiosidad del ser humano.  Es ella la que me hace preguntar, conocer, actuar, pero preguntar, reconocer.
Sería una buena tarea para un fin de semana proponer a un grupo de alumnos que registrara, cada uno por su lado, las formas de curiosidad más sobresalientes que los hayan asaltado, en razón de qué, de cuál situación derivada de noticieros de televisión, de propaganda, de videogame, del gesto de alguien, no importa.  Qué “tratamiento” dieron a la curiosidad, si ésta fue fácilmente superada o si, por el contrario, condujo a otro tipo de curiosidad.  Si en el proceso curioso consultaron fuentes, diccionarios, computadoras, libros, si hicieron preguntas a otros.  Si la curiosidad en cuanto desafío provocó algún conocimiento provisional de algo, o no.  Qué sintieron cuando se sorprendieron trabajando su propia curiosidad.  Es posible que, preparados para pensar la propia curiosidad, hayan sido menos curiosas o curiosos.
El experimento se podría ajustar y profundizar al punto, por ejemplo, de realizar un seminario quincenal para debatir los diversos tipos de curiosidad así como sus desdoblamientos.
El ejercicio de la curiosidad la hace más críticamente curiosa, más metódicamente “perseguidora” de su objeto.  Cuanto más se intensifica la curiosidad espontánea, pero sobre todo, cuanto más se “rigoriza,” tanto más epistemológica se va volviendo.
Nunca fui un admirador ingenuo de la tecnología: no la divinizo, por un lado, ni la satanizo, por el otro.  Por eso mismo siempre estuve en paz para lidiar con ella.  No tengo ninguna duda del enorme potencial de estímulos y desafíos a la curiosidad que la tecnología coloca al servicio de los niños y de los adolescentes de las llamadas clases sociales favorecidas.  No fue por otra razón que, cuando yo era secretario de Educación de la ciudad de São Paulo, hice que la computadora llegara a la red de escuelas municipales.  Nadie mejor que mis nietos y nieta para hablarme de su curiosidad despertada por las computadoras con las cuales conviven.
El ejercicio de la curiosidad convoca a la imaginación, a la intuición, a las emociones, a la capacidad de conjeturar, de comparar, para que participen en la búsqueda del perfil del objeto o del hallazgo de su razón de ser.  Un ruido, por ejemplo, puede provocar mi curiosidad.  Observo el espacio donde parece que se está verificando.  Aguzo el oído.  Procuro comparar con otro ruido cuya razón de ser ya conozco.  Investigo mejor el espacio.  Admito varias hipótesis en tomo de la posibilidad del origen del ruido.  Elimino algunas hasta que llego a su explicación.
Una vez satisfecha una curiosidad, la capacidad que tengo de inquietarme y buscar continúa en pie.  No habría existencia humana sin nuestra apertura de nuestro ser al mundo, sin la transitividad de nuestra conciencia.
Cuanto más realizo estas operaciones con un mayor rigor metódico tanto más me aproximo con mayor exactitud a los hallazgos de mi curiosidad.
Uno de los saberes fundamentales para mi práctica educativo-crítica es el que me advierte de la necesaria promoción de la curiosidad espontánea a curiosidad epistemológica.
Otro saber indispensable a la práctica educativo-crítica es el que me dice cómo lidiar con la relación autoridad-libertad[20], siempre tensa y que genera tanto disciplina como indisciplina.
La disciplina, que resulta de la armonía o del equilibrio entre autoridad y libertad, implica por necesidad el respeto de la una por la otra que se expresa en la asunción que hacen ambas de límites que no pueden ser transgredidos.
El autoritarismo y el libertinaje son rupturas del tenso equilibrio entre autoridad y libertad.  El autoritarismo es la ruptura en favor de la autoridad contra la libertad y el libertinaje, la ruptura en favor de la libertad contra la autoridad.  Autoritarismo y libertinaje son formas indisciplinadas de comportamiento que niegan lo que vengo llamando vocación ontológica del ser humano[21].
Así como no existe disciplina en el autoritarismo o en el libertinaje, en rigor tanto la autoridad como la libertad desaparecen de ambos.  Solamente en las prácticas en que el autoritarismo y la libertad se afirman y se preservan como tales, por lo tanto en el respeto mutuo, es cuando se puede hablar de prácticas disciplinadas como también de prácticas favorables a la vocación para el ser más.
En función de nuestro pasado autoritario, no siempre impugnado con seguridad por una modernidad ambigua, oscilamos entre formas autoritarias y formas libertinas. Entre una cierta tiranía de la libertad y la exacerbación de la autoridad o también en la combinación de ambas hipótesis.
Lo mejor sería que experimentáramos la confrontación realmente tensa en la que, la autoridad por un lado y la libertad por el otro, midiéndose, se evaluaran y fueran aprendiendo a ser o a estar siendo ellas mismas, en la producción de situaciones dialógicas.  Para esto es indispensable que ambas, autoridad y libertad, se vayan convirtiendo cada vez más al ideal del respeto común, única manera de legitimarse.
Comencemos por reflexionar sobre algunas de las cualidades que la autoridad docente democrática necesita encarnar en sus relaciones con la libertad de los alumnos.  Es interesante observar que mi experiencia discente es fundamental para la práctica docente que tendré mañana o que estoy teniendo ahora de manera simultánea con aquélla.  Es viviendo críticamente mi libertad de alumno o de alumna como, en gran parte, me preparo para asumir o rehacer el ejercicio de mi autoridad de profesor.  Para eso, como alumno que hoy sueña con enseñar mañana o como alumno que ya enseña hoy, debo tener como objeto de mi curiosidad las experiencias que vengo teniendo con varios profesores, y las mías propias, si las tengo, con mis alumnos.  Lo que quiero decir es lo siguiente: no debo pensar tan sólo en los contenidos programáticos que son expuestos o discutidos por los profesores de las diferentes materias sino, al mismo tiempo, de la manera más abierta., dialógica, o más cerrada, autoritaria, en cómo este o aquel profesor enseña.



[1] Regina L. García, Víctor Valla, "El habla de los excluidos", en Cadernos Cede, 38, 1996.
* El término discencia como otros en Freire es un neologismo.  Se puede entender como el conjunto de las funciones y actividades de los discentes, esto es, los educandos.
[2] François Jacob, “Nous sommes programmés, mais pour apprendre”. Le Courrier, UNESCO, febrero de 1991.
[3] Paulo Freire, À sombra desta mangueira, São Pablo, Olho d'água, 1995.
[4] Paulo Freire, Pedagogía del oprimido, México, Siglo XXI, 1994, 45ª ed.
[5] A ese respecto véase Álvaro Vieira Pinto. Ciência e Existência, Rio de Janeiro, Paz e Terra, 1969.
[6] Hoy se habla, con insistencia, del profesor investigador.  En mi opinión lo que hay de investigador en el profesor no es una calidad o una forma de ser o de actuar que se agregue a la de enseñar.  La indagación, la búsqueda, la investigación, forman parte de la naturaleza de la práctica docente. Lo que se necesita es que el profesor, en su formación permanente, se perciba y se asuma, por ser profesor, como investigador.
[7] Sobre esto véase Neil Postman, Technopoly. The surrender of culture to technology, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1992.
[8] Véase Paulo Freire, Cartas a Cristina, México, Siglo XXI, 1996, Décimo sexta carta, pp. 185-191.
[9] Paulo Freire, Pedagogía de la esperanza, México, Siglo XXI, 1993.
[10] La de Cristo contra los fariseos del Templo.  La de los progresistas contra los enemigos de la reforma agraria, la de los ofendidos contra la violencia de cualquier discriminación, de clase, de raza, de género.  La de los que sufren contra la impunidad.  La de quien tiene hambre contra la manera libertina en que algunos, más que comer, dilapidan y transforman la vida en un regodeo.
[11] Ésta es una preocupación fundamental del equipo coordinado por el profesor Miguel Arroio y que viene proponiendo al país, en Belo Horizonte, una de las mejores re-invenciones de la escuela. Es una lástima que no haya habido aún una emisora de TV que se dedicara a mostrar experiencias como la de Belo Horizonte, la de Uberaba, la de Porte Alegre, la de Recife y de tantas otras diseminadas por Brasil.  Que se propusiera revelar prácticas creadoras de gente que se arriesga, vividas en las escuelas privadas o públicas. Un programa que podría llamarse cambiar es difícil pero es posible. En el fondo, uno de los saberes fundamentales para la práctica educativa.
[12] A educação na cidade, São Paulo, Cortez Editora, 1991.

* Alcaldesa de São Paulo, la mayor ciudad de Brasil, por el Partido de los trabajadores, entre 1989 y 1992; responsable del nombramiento de P. Freire como secretario municipal de Educación. [T].
[13] Tampoco es posible una formación docente que sea indiferente a la belleza y a la decencia que nos exige (de nosotros) el estar sustantivamente en el mundo, con el mundo y con los otros. No hay práctica docente verdadera que no sea ella misma un ensayo estético y ético, valga la repetición.
[14] Véase David Crystai, The Cambridge encyclopedia of language. Cambridge, Cambridge University Press, 1987.
[15] Véase Paulo Freire, Pedagogía de la esperanza, op. cit. Véase Paulo Freire, À sombra desta mangueira, op. cit
[16] François Jacob, op. cit.
[17] Véase Paulo Freire, Cartas a Cristina, op. cit.
[18] Véase Paulo Freire, Cartas a quien pretende enseñar, México, Siglo XXI, 1994.
[19] Insisto en la lectura de Cartas a quien pretende enseñar, op. cit.
* Forma usual en Brasil de llamar a los maestros y a las maestras. [E] 
* Conjuntos habitacionales miserables típicos del Nordeste, equivalentes a las favelas cariocas, con frecuencia construidos en áreas encharcadas. [T] 
[20] Véase Paulo Freire, Cartas a quien pretende enseñar op. cit.
[21] Véase Paulo Freire, Pedagogía del oprimido. op. cit.

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