viernes, 30 de diciembre de 2011

2010 - Programa de Filosofía de la Educación


UNIVERSIDAD NACIONAL DE LOMAS DE ZAMORA
FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES
CARRERA DE CIENCIAS DE LA EDUCACIÓN
PROGRAMA DE FILOSOFIA DE LA EDUCACION
PRIMER CUATRIMESTRE DE 2010


Equipo de cátedra 

 Profesora Titular:          Lic. Mónica Cerutti
Ayudantes:                    Prof. Viviana Pérez
                                    Prof. Gabriel Alfi 
                                          Prof. Marcelo Berias.




I  Fundamentación:
Toda filosofía supone una concepción del sujeto y la subjetividad, por ello antes de reflexionar filosóficamente sobre los distintos aspectos de la educación, es necesario especificar desde cuál concepción del sujeto y la subjetividad se planteará la reflexión.
Pensar al sujeto en las coordenadas teóricas actuales, supone introducirse en los textos de Freud, para situar desde el “descubrimiento” freudiano del sujeto del inconsciente, la ruptura con el sujeto consciente de la filosofía moderna y con la supuesta disolución del sujeto planteado por el posmodernismo.  Introducirse en la conceptualización del sujeto que aporta el psicoanálisis a la cultura implica pensar al sujeto en la cultura y en consecuencia, las determinaciones de ésta sobre el sujeto y del sujeto sobre ella.  El individuo, desarraigado de los otros, sabedor de sus motivaciones, capaz de conocer todo sobre sí y el mundo y totalmente libre, postulado por la modernidad y promocionado en los últimos años por el discurso posmoderno, será puesto en cuestión.  Pensar la subjetividad y a los sujetos implica una  trama conceptual compleja que no puede escindirlos de su historia –individual y social- ni de las tramas que tejen con los otros.
No hay sujeto sin historia y sin otros.
La investigación en Ciencias de la Educación en Argentina recurre al psicoanálisis para situar a los sujetos de la educación.  Por ello, la cátedra elige ubicarse en este campo de producción de nuevos modos de pensar el sujeto y la subjetividad, en el campo de la educación que se referencia en los textos de Freud y  Lacan.
La vigencia de la obra de Paulo Freire para repensar las distintas dimensiones de la educación en la actualidad, marca la importancia de releer en sus textos la concepción del educando y del educador como sujetos histórico- sociales, y en proceso permanente de aprendizaje.
Asimismo la reflexión filosófica sobre la educación que realizaremos en esta cátedra nos conduce a analizar las nuevas realidades que la emergencia de la pobreza y la indigencia, el descrédito de lo público, la pérdida de valor de la palabra, la pérdida de autoridad de los adultos y otras situaciones producidas por la implementación de políticas neoliberales durante los ‘90, produjeron en el ámbito escolar.  Registrar la historia reciente, sus consecuencias y registrar los modos en que afectó a educadores y educandos será parte de nuestra reflexión.
Repensar la función de la escuela pública y de los docentes en el presente requiere mirar al pasado para registrar de dónde venimos, dónde estamos y hacia dónde queremos ir como país.  Toda práctica educativa se inscribe en un proyecto de país determinado.  Registrarlo es importante porque en ellos se inscriben nuestros desafíos, nuestros anhelos y los obstáculos que se nos presentan.
Para realizar estas reflexiones nos parece imprescindible el conocimiento de la historia argentina de los últimos setenta años, historia en la cual se han inscripto y modelado nuestras prácticas como docentes y como ciudadanos y en la que se inscriben las realidades de nuestros alumnos.


II  Objetivos
Los alumnos en el transcurso de la cursada serán capaces de:
·          distinguir las concepciones de la filosofía moderna y posmoderna sobre el sujeto y la subjetividad,
·          apropiarse de la noción de sujeto del inconsciente planteada por el psicoanálisis,
·         elaborar y sostener preguntas que orienten su proceso de aprendizaje,
·          reflexionar sobre su práctica en los distintos espacios educativos donde se desarrolla,
·          establecer y valorar los espacios de producción colectiva,
·          conocer la historia argentina de los últimos 70 años para ubicarse y ubicar la función de la educación, su práctica como docentes y la historia que constituye a sus alumnos,
·          asimilar que no hay sujeto sin historia ni hay sujeto sin Otro / otro,
·          entender que las representaciones ahistóricas y naturalizadas respecto de los adolescentes y los niños son obstáculo a su práctica como docentes,
·          comprender que las teorías y prácticas educativas suponen siempre una determinada concepción del sujeto y la subjetividad expresa u oculta,
·          analizar las representaciones que en las escuelas se tiene de educadores y educandos,
·          situar a los sujetos del proceso de aprendizaje como sujetos históricos,
·          aportar a la producción de un pensamiento crítico en el campo de la educación,
·          comprender que todo proyecto educativo supone un proyecto de país, en el que se juegan los valores de inclusión, justicia, igualdad, solidaridad, diversidad cultural, o sus contrarios: exclusión, injusticia, desigualdad, segregación de las diferencias,
·          realizar una reflexión/investigación sobre la función de la escuela pública y de los docentes en el marco de un proyecto de país más justo e igualitario, teniendo en cuenta los desafíos que esto plantea a la educación pública.


III  Unidades programáticas
Unidad I
Elementos de Psicoanálisis para pensar el sujeto y la subjetividad en la cultura.
El sujeto consciente de la filosofía moderna.  Freud y el sujeto del inconsciente.  El sujeto transparente y puro de la filosofía postmoderna.  Individualismo y desubjetivación.  El sujeto en el psicoanálisis: el sujeto dividido, yo es Otro/otro, el sujeto individual es a la vez sujeto social.
La psicología individual es psicología social.  La civilización: represión de la hostilidad y el odio.  La tolerancia de las diferencias como una restricción del narcisismo.
El “instinto” gregario y la constitución ‘normal’ de la sociedad humana.  Sentimiento de comunidad y exigencia de justicia.  Identificación y exigencia de igualdad.
La horda primordial y la comunidad de hermanos.  Características del padre imaginario. Padre simbólico y padre real.  Sed de sometimiento como parte de la condición humana.
El sujeto en la cultura: el malestar como límite irreversible.  Educar, gobernar y analizar como tareas imposibles.
La agresividad y el odio como parte de la condición humana.  El amor como fuerza ligante.
El yo y el otro. El semejante.
Conformación del yo en el estadío del espejo.  La alienación del yo.  La imagen y su función.
Más allá de la imagen: la constitución del semejante en prójimo. Función del amor al otro como factor de cultura y  exacerbación del odio como funcionamiento de la pulsión de muerte desligada de Eros. El sujeto en su dimensión imaginaria, simbólica y real. Función de lo simbólico: su poder ordenador y de sostén de la diferencia.


Unidad II
Historia y sujeto.  Historia Argentina.
No hay sujeto sin historia y sin otros. El conocimiento de la propia historia como condición imprescindible para pensarnos como sujetos, y poder pensar en su contexto la función de la escuela, de la educación en general y de los maestros.  Los diversos proyectos de país en la historia argentina.  Orígenes históricos del radicalismo y del peronismo.
El terrorismo de Estado y la impunidad: consecuencias en la subjetividad.
Los ‘90: retirada del Estado y ausencia de proyecto de país para las mayorías nacionales y su efecto en la constitución de la subjetividad.  Consecuencias en la subjetividad de la creencia durante largos años de que en este país no había futuro.  Consecuencias particulares en la subjetividad de los jóvenes.  El puro presente, el individualismo y la indiferencia posmodernas y sus consecuencias en la subjetividad.
La crisis del 2001.  La reconformación del movimiento nacional y popular a partir del 2003.  La actual emergencia Mundial… ¿Es sólo económica?


Unidad III
Filosofía de la educación en Argentina.
Los supuestos del pensamiento filosófico que conformó la escuela pública argentina, líneas internas y  planteos teóricos.  La permanente articulación entre formación de ciudadanía y educación.  La educación y su función política.  La constitución de la Nación y el pensamiento filosófico-político de los krausistas.  Polémica con el positivismo.  El pensamiento filosófico-político de Carlos Vergara, vigencia de sus posiciones.


Unidad IV
Para una reflexión sobre la escuela hoy:
La educación como discurso, teoría y práctica… ¿subjetivante o desubjetivante?
El malestar en las escuelas públicas, ¿cuál es la función para las maestras?
Prácticas escolares de segregación y exclusión.  Diversos modos de violencia en la escuela.
¿Cuál es el ideal de alumno en las escuelas?
La escuela como lugar de inclusión.
Crisis del neoliberalismo, nuevo papel del Estado, ¿cuál es la función que pensamos para la escuela?
Espacio y tiempo: coordenadas del sujeto que se recuperan a partir de la crisis del discurso y prácticas neoliberales y la construcción de un nuevo proyecto de país en el marco de una América Latina unida por lazos de cooperación e integración.
La educación como tarea ‘imposible’: sólo por el deseo se aprende.
Vigencia del pensamiento de Paulo Freire para pensar la relación docente/alumno, la función política de la educación, el ‘empoderamiento’ que permite la educación a los ‘oprimidos’.


IV  Metodología de trabajo
Clases teórico prácticas.
Exposición por parte de los docentes donde se trasmitan los conceptos principales de la materia.  Presentación de textos para la discusión por parte de los alumnos.  El espacio áulico será concebido a la manera de un taller de producción de conocimientos.  Los textos propuestos por la cátedra y aquellos que los alumnos aporten, servirán como disparadores de una reflexión colectiva e individual a realizarse en el espacio de la clase, sobre la función de la escuela en los diversos momentos históricos de nuestro país, sobre la función de la escuela y los docentes en el presente momento histórico, sobre las nuevas realidades que les toca afrontar a docentes y alumnos en las aulas.  Los textos deben servir para reflexionar críticamente sobre los supuestos teóricos que contengan los materiales a trabajar, como así también sobre los presupuestos en que se articulan las concepciones de los docentes sobre los alumnos.
Se propone instalar un clima de lectura y comentario de los textos en el aula y producir las asociaciones con experiencias atravesadas que la lectura suscite.  Promoveremos un modo de lectura que aliente la apropiación de los mismos por parte de los alumnos, lo que supone abrir el espacio para que surjan las preguntas que puede haberse hecho el autor al escribirlo, a ubicar el texto en su contexto histórico de producción y a dejar surgir las preguntas que se les planteen a los alumnos en un clima de trabajo compartido.
Se alentará a establecer un posicionamiento activo de los alumnos frente a los textos y a los docentes que les permita constituirse en actores de su propio proceso de aprendizaje.


V  Bibliografía de cátedra
Bibliografía de consulta obligatoria
·         Belgich, Horacio: Escuela, violencia y niñez, Homo Sapiens Ediciones.
·         Calveiro, Pilar: Poder y Desaparición. Los campos de concentración en Argentina. Colihue.
·         Duschatzky, Silvia: Maestros errantes. Experimentaciones sociales en la intemperie, Paidós.
·         Dussel Inés y Daniela Gutiérrez (Comp.): Educar la mirada. Políticas y pedagogías de la imagen, Editorial Manantial.
·         Freire, Paulo y otros: El grito manso, Siglo XXI.
·         Freud, Sigmund: El malestar en la cultura, en Obras Completas, Amorrortu Ed., Tomo XXI.
·         Mouffe, Chantal: En torno a lo político, Fondo de Cultura Económica.
·         Puiggrós, Adriana (Dirección): Historia de la educación en la argentina II: Sociedad civil y Estado en los orígenes del sistema educativo argentino, Editorial Galerna, varias ediciones.

Bibliografía de consulta imprescindible:
·         Diccionario de Filosofía de Ferrater Mora.
·         Diccionario de Psicoanálisis de Roland Chemama.
·         Diccionario Introductorio de Psicoanálisis Lacaniano de Dylan Evans.
·         Diccionario de la Real Academia Española.

Bibliografía de consulta opcional
·         Alarcón, Cristhian: Cuando me muera quiero que me toquen cumbia. Vida de pibes chorros, Buenos Aires, Grupo editorial Norma, 2003.
·         Anales de la educación común. Publicación de la Dirección General de Cultura y Educación de la Provincia de Buenos Aires.  Selección de textos de diferentes números.
·         Belgich, Horacio: Orden y desorden escolar. Cómo enseñar, aprender, imaginar y crear una institución escolar diferente. Homo Sapiens Ediciones.
·         Cerutti, Mónica: La víctima y El oprimido. Ensayo.
·         El monitor de la educación.  Revista del Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología de la Nación.  Selección de textos de diferentes números.
·         Foucault, Michel: La evolución de la noción de ‘individuo peligroso’ en la psiquiatría legal y Los anormales en Michel Foucault, La vida de los hombres infames, La Piqueta.
·         Freire, Paulo: Pedagogía de la tolerancia, Organización y notas de Ana María Araujo Freire, Fondo de Cultura Económica / CREFAL.
·         Freud, Sigmund: De guerra y muerte. Temas de actualidad, en Obras Completas, Amorrortu Editores, Tomo XIV.
·         Freud, Sigmund: Psicología de las masas y análisis del yo, (1921), en Obras completas, Amorrortu Editores, Tomo XVIII.
·         Haussoun, Jacques: Los contrabandistas de la memoria, Ediciones de la Flor.
·         Hernández Arregui, Juan José: La formación de la conciencia nacional, Peña Lillo Editores.
·         Korol, Claudia: Caleidoscopio de rebeldías, Ediciones América Libre.
·         Najles, Ana Ruth: El niño generalizado. Segregación y violencia. Plural Editores / Asociación del Campo Freudiano de Bolivia.
·         Pommier, Gerard: Los cuerpos angélicos de la postmodernidad, Nueva Visión.
·         Roig, Arturo Andrés: Los krausistas argentinos, El Andariego.
·         Rojas, Patricia: Los pibes del fondo. Delincuencia urbana. 10 historias. Grupo Editorial Norma.
·         Ygel, Mario Alfredo: Un hermano, un prójimo.  Ensayo.


VI  Evaluación y Regularidad
Sistema de Regularidad:
·        Aprobación de dos instancias de evaluación.
·        80 % de asistencia.
Sistema de Evaluación:
·        Se evaluará la participación en el espacio compartido del aula a través de las preguntas e intervenciones que cada alumno realice, la capacidad de reflexión crítica de sus propios supuestos, y la capacidad de generar un espacio colectivo de trabajo.
Examen final:
·        Presentación de un trabajo individual escrito, resultado de la investigación-reflexión realizada por cada alumno durante el cuatrimestre, acorde a las consignas dadas por la cátedra y posterior defensa.
·        Los alumnos libres, de acuerdo a la normativa, deben presentarse con el último programa de cursada al que deben conocer en todos sus términos y le caben las mismas exigencias que al alumno regular, agregándose la necesidad de cumplimentar en primer lugar una evaluación escrita, la que debe ser aprobada para pasar a la instancia oral.




Lic. Mónica Cerutti, Marzo de 2010
Una invitación al pensamiento, una invitación a la pregunta

FILOSOFÍA DE LA EDUCACIÓN...
UNA INVITACIÓN AL PENSAMIENTO...
UNA INVITACIÓN A LA PREGUNTA...



imagen del pensador

Si todo parece estar siempre en orden y, por lo tanto, quieto, inmóvil, sin brisas que cruzan, sin sonidos estridentes, sin nada. Nadie te pregunta nada. Y si te preguntan da lo mismo responder o quedarte taciturno. Nadie pregunta pues, quizá, nadie quiere ser preguntado.
El temor a la pregunta es sólo comparable al temor del destierro, al temor del amor que te olvida, al temor a la necedad.
A ver si somos capaces de admitirlo: hoy, si es que hay preguntas, las respuestas apenas si son necesarias. Porque una cosa es que te pregunten acerca de la nieve del domingo, del día de la patria, del nombre del animal que domesticas o de si uno que pasa por la calle parece estar demente o no. Y otra cosa, totalmente otra, es que te pregunten si el amor se disuelve, si la razón sabe revelar misterios y si la paciencia no es, en verdad, la mayor torpeza.
Hace tiempo que nadie pregunta algo que nos quite de donde estamos. Hace tiempo que nadie nos mira a los ojos y nos sacude la aparente calma. Estamos demasiado habituados a esas preguntas que sólo obtienen como respuesta acaso un gruñido, acaso un bostezo proverbial, tal vez un leve movimiento de las fosas nasales. Nadie pregunta aquello en lo que no quiere nunca ser preguntado.
O si se pregunta es para mostrar lo que ya se sabía, lo que ya se poseía, lo que ya se suponía. Son preguntas que exigen respuestas que no excedan el tiempo mínimo estipulado, respuestas sin uno, respuestas de una única respiración, respuestas de un rostro sin corazón, respuestas desalmadas, cuyo destino es el olvido inmediato, el silencio instantáneo.
¿Para qué preguntar si la soberbia es la única virtud de los que preguntan? ¿Para qué preguntar si el oído que parece escucharte se cierra, se oculta? ¿Para qué preguntar si lo más que se desea es seguir imponiendo cada uno su pregunta?
Hubo un tiempo en que preguntar era una zozobra, la contraseña para el infierno, la donación de otra conciencia, el viaje inédito hacia ninguna parte. Hubo un tiempo, sí, en que preguntar era, de verdad, querer preguntar.
Hoy ya no hay preguntas. O las hay, pero no de persona a persona, de hermano a hermano, de amor a amor. Las preguntas pueden que estén, todavía, en algunos libros, en algunas películas, en algunos amigos que corren el riesgo de dejar de serlo. Hoy, en vez de preguntas, todos trazan un hilo metálico hacia el futuro, justamente, como modo en apariencia legítimo de escaparle a las preguntas.
La pregunta que es, siempre, extranjera.
Por eso, déjate preguntar. No interfieras en la pregunta del otro, aunque no lo conozcas, aunque no te sea familiar, aunque te irrite su entonación, su aparente ingenuidad, su torpe pronunciación. Déjate preguntar por la sinrazón de la vida, por el desconocimiento del mundo, por cómo resuenan ciertas palabras y otras no, por cómo tu corazón se diluye detrás de un amor que es, siempre, imposible.

Artículo publicado en el Blog: http://preferirianohacerloradio.blogspot.com/search?q=
Chantal Mouffe - En torno a lo político


CHANTAL MOUFFE
Prof. en Ciencias de la Educación


EN TORNO A LO POLÍTICO



Contratapa

Un mundo libre, globalizado, sin izquierda ni derecha, sin enemigos; una democracia absoluta, cosmopolita, libre de conflictos partisanos: tal es la optimista visión pospolítica difundida en la mayoría de las sociedades occidentales.  Chantal Mouffe pone en cuestión estas nociones en el campo de la sociología, la política y las relaciones internacionales.  Su objetivo es demostrar que dichas nociones parten de una visión común antipolítica que no reconoce la dimensión antagónica de “lo político”.
De este modo, Chantal Mouffe plantea que la creencia de que es posible alcanzar un consenso racional universal ha empujado al pensamiento democrático a un camino erróneo, ya que sólo el reconocimiento de que es imposible erradicar la dimensión conflictual de la vida social permitirá comprender el verdadero desafío al que se enfrenta la política democrática.  En este sentido, afirma: “La tarea de los teóricos y políticos democráticos debería consistir en promover la creación de una esfera pública vibrante de lucha 'agonista', donde puedan confrontarse diferentes proyectos políticos hegemónicos.  Esta es, desde mi punto de vista, la condición sine qua non para un ejercicio efectivo de la democracia”.
A pesar de que en la actualidad los teóricos pospolíticos anuncian la desaparición de lo político, lo que sucede actualmente es que lo político se expresa en un registro moral, las diferencias se plantean en términos morales: en lugar de una lucha entre “izquierda” y “derecha” se trata de una lucha entre el “bien” y el “mal”, en la cual el oponente sólo puede ser percibido como un enemigo que debe ser destruido.
El populismo de derecha, el terrorismo, los derechos humanos, las pasiones de las masas, los límites del pluralismo y la posibilidad de un orden mundial multipolar se analizan en “En torno a lo político” desde el riguroso y alternativo enfoque “agonista” propuesto por Chantal Mouffe.


I. INTRODUCCIÓN

En este libro quiero poner en cuestión la perspectiva que inspira el “sentido común” en la mayoría de las sociedades occidentales: la idea de que la -etapa del desarrollo económico-político que hemos alcanzado en la actualidad constituye un gran progreso en la evolución de la humanidad, y que deberíamos celebrar las posibilidades que nos abre.  Los sociólogos afirman que hemos ingresado en una “segunda modernidad” en la que individuos liberados de los vínculos colectivos pueden ahora dedicarse a cultivar una diversidad de estilos de vida, exentos de ataduras anticuadas.  El “mundo libre” ha triunfado sobre el comunismo y, con el debilitamiento de las identidades colectivas, resulta, ahora posible un mundo “sin enemigos”.  Los conflictos partisanos pertenecen al pasado, y el consenso puede ahora obtenerse a través del dialogó.  Gracias a la globalización y a la universalización de la democracia liberal, podemos anticipar un futuro cosmopolita que traiga paz, prosperidad y la implementación de los derechos humanos en todo el mundo.  Mi intención es desafiar esta visión “pospolítica”.  Mi blanco principal serán aquellos que, pertenecientes al campo progresista, aceptan esta visión optimista de la globalización, y han pasado a ser los defensores de una forma consensual de democracia.  Al analizar algunas de las teorías en boga que favorecen el Zeitgeist* pospolítico en una serie de campos –la sociología, la teoría política y las relaciones internacionales- sostendré que tal enfoque es profundamente erróneo y que, lejos de contribuir a una “democratización de la democracia”, es la causa de muchos de los problemas que enfrentan en la actualidad las instituciones democráticas.  Nociones tales como “democracia libre de partisanos”, “democracia dialógica”, “democracia cosmopolita”, “buena gobernanza”, “sociedad civil global”, “soberanía cosmopolita”, “democracia absoluta” –para citar sólo algunas de las nociones actualmente de moda- forman parte todas ellas de una visión común antipolítica que se niega a reconocer la dimensión antagónica constitutiva de “lo político”.  Su objetivo es el establecimiento de un mundo “más allá de la izquierda y la derecha”, “más allá de la hegemonía”, “más allá de la soberanía” y “más allá del antagonismo”.  Tal anhelo revela una falta total de comprensión de aquello que está en juego en la política democrática y de la dinámica de constitución de las identidades políticas y, como veremos, contribuye a exacerbar el potencial antagónico que existe en la sociedad.
Gran parte de mi argumentación consistirá en examinar las consecuencias de la negación del antagonismo en diversas áreas, tanto en la teoría como en la práctica políticas.  Considero que concebir el objetivo de la política democrática en términos de consenso y reconciliación no sólo es conceptualmente erróneo, sino que también implica riesgos políticos.  La aspiración a un mundo en el cual se haya superado la discriminación nosotros/ellos, se basa en premisas erróneas, y aquellos que comparten tal visión están destinados a perder de vista la verdadera tarea que enfrenta la política democrática.
Sin duda, esta ceguera respecto del antagonismo no es nueva.  La teoría democrática ha estado influida durante mucho tiempo por la idea de que la bondad interior y la inocencia original de los seres humanos era una condición necesaria para asegurar la viabilidad de la democracia.  Una visión idealizada de la sociabilidad humana, como impulsada esencialmente por la empatia y la reciprocidad, ha proporcionado generalmente el fundamento del pensamiento político democrático moderno.  La violencia y la hostilidad son percibidas como un fenómeno arcaico, a ser eliminado por el progreso del intercambio y el establecimiento, mediante un contrato social, de una comunicación transparente entre participantes racionales.  Aquellos que desafiaron esta visión optimista fueron percibidos automáticamente como enemigos de la democracia.  Ha habido pocos intentos por elaborar el proyecto democrático en base a una antropología que reconozca el carácter ambivalente de la sociabilidad humana y el hecho de que reciprocidad y hostilidad no pueden ser disociadas.  Pero a pesar de lo que hemos aprendido a través de diferentes disciplinas, la antropología optimista es aún la más difundida en la actualidad.  Por ejemplo, a más de medio siglo de la muerte de Freud, la resistencia de la teoría política respecto del psicoanálisis es todavía muy fuerte, y sus enseñanzas acerca de la imposibilidad de erradicar el antagonismo aún no han sido asimiladas.
En mi opinión, la creencia en la posibilidad de un consenso racional universal ha colocado al pensamiento democrático en el camino equivocado.  En lugar de intentar diseñar instituciones que, mediante procedimientos supuestamente “imparciales”, reconciliarían todos los intereses y valores en conflicto, la tarea de los teóricos y políticos democráticos debería consistir en promover la creación de una esfera pública vibrante de lucha “agonista”, donde puedan confrontarse diferentes proyectos políticos hegemónicos.  Ésta es, desde mi punto de vista, la condición sine qua non para un ejercicio efectivo de la democracia.  En la actualidad se escucha con frecuencia hablar de “diálogo” y “deliberación”, pero ¿cuál es el significado de tales palabras en el campo político, si no hay una opción real disponible, y si los participantes de la discusión no pueden decidir entre alternativas claramente diferenciadas?
No tengo duda alguna de que los liberales que consideran que en política puede lograrse un acuerdo racional y que perciben a las instituciones democráticas como un vehículo para encontrar una respuesta racional a los diferentes problemas de la sociedad, acusarán a mi concepción de lo político de “nihilista”.  Y también lo van a hacer aquellos pertenecientes a la ultra-izquierda que creen en la posibilidad de una “democracia absoluta”.  No hay motivo para intentar convencerlos de que mi enfoque agonista está inspirado por la comprensión “real” de “lo político”.  Voy a seguir otro camino.  Señalaré las consecuencias para la política democrática de la negación de “lo político” según el modo en que yo lo defino.  Voy a demostrar cómo el enfoque consensual, en lugar de crear las condiciones para lograr una sociedad reconciliada, conduce a la emergencia de antagonismos que una perspectiva agonista, al proporcionar a aquellos conflictos una forma legítima de expresión, habría logrado evitar.  De esta manera, espero mostrar que el hecho de reconocer la imposibilidad de erradicar la dimensión conflictual de la vida social, lejos de socavar el proyecto democrático, es la condición necesaria para comprender el desafío al cual se enfrenta la política democrática.
A causa del racionalismo imperante en el discurso político liberal, ha sido a menudo entre los teóricos conservadores donde he encontrado ideas cruciales para una comprensión adecuada de lo político.  Ellos pueden poner en cuestión nuestros supuestos dogmáticos mejor que los apologistas liberales.  Es por esto que elegí a un pensador tan controvertido como Cari Schmitt para llevar a cabo mi crítica del pensamiento liberal.  Estoy convencida de que tenemos mucho que aprender de él, como uno de los oponentes más brillantes e intransigentes al liberalismo.  Soy perfectamente consciente de que, a causa del compromiso de Schmitt con el nazismo, tal elección puede despertar hostilidad.  Muchos lo considerarán como algo perverso, cuando no completamente intolerable.  Sin embargo, pienso que es la fuerza intelectual de los teóricos, y no sus cualidades morales, lo que debería constituir el criterio fundamental al decidir si debemos establecer un diálogo con sus trabajos.
Creo que este rechazo por motivos morales de muchos teóricos democráticos a involucrarse con el pensamiento de Schmitt constituye una típica tendencia moralista característica del Zeitgeist pospolítico.  De hecho, la crítica a tal tendencia es parte esencial de mi reflexión.  Una tesis central de este libro es que, al contrario de lo que los teóricos pospolíticos quieren que pensemos, lo que está aconteciendo en la actualidad no es la desaparición de lo político en su dimensión adversarial, sino algo diferente.  Lo que ocurre es que actualmente lo político se expresa en un registro moral.  En otras palabras, aún consiste en una discriminación nosotros/ellos, pero el nosotros/ellos, en lugar de ser definido mediante categorías políticas, se establece ahora en términos morales.  En lugar de una lucha entre “izquierda y derecha” nos enfrentamos a una lucha entre “bien y mal”.
En el capítulo 4, utilizando los ejemplos del populismo de derecha y del terrorismo, voy a examinar las consecuencias de tal desplazamiento para la política nacional e internacional, y a develar los riesgos que eso entraña.  Mi argumento es que, cuando no existen canales a través de los cuales los conflictos puedan adoptar una forma “agonista”, esos conflictos tienden a adoptar un modo antagónico.  Ahora bien, cuando en lugar de ser formulada como una confrontación política entre “adversarios”, la confrontación nosotros/ellos es visualizada como una confrontación moral entre el bien y el mal, el oponente sólo puede ser percibido como un enemigo que debe ser destruido, y esto no conduce a un tratamiento agonista.  De ahí el actual surgimiento de antagonismos que cuestionan los propios parámetros del orden existente.
Otra tesis se refiere a la naturaleza de las identidades colectivas que implican siempre una discriminación nosotros/ellos.  Ellas juegan un rol central en la política, y la tarea de la política democrática no consiste en superarlas mediante el consenso, sino en construirlas de modo tal que activen la confrontación democrática.  El error del racionalismo liberal es ignorar la dimensión afectiva movilizada por las identificaciones colectivas, e imaginar que aquellas “pasiones” supuestamente arcaicas están destinadas a desaparecer con el avance del individualismo y el progreso de la racionalidad.  Es por esto que la teoría democrática está tan mal preparada para captar la naturaleza de los movimientos políticos de “masas”, así como también de fenómenos como el nacionalismo.  El papel que desempeñan las “pasiones” en la política nos revela que, a fin de aceptar “lo político”, no es suficiente que la teoría liberal reconozca la existencia de una pluralidad de valores y exalte la tolerancia. La política democrática no puede limitarse a establecer compromisos entre intereses o valores, o a la deliberación sobre el bien común; necesita tener un influjo real en los deseos y fantasías de la gente.  Con el propósito de lograr movilizar las pasiones hacia fines democráticos, la política democrática debe tener un carácter partisano.  Ésta es efectivamente la función de la distinción entre izquierda y derecha, y deberíamos resistir el llamamiento de los teóricos pospolíticos a pensar “más allá de la izquierda y la derecha”.
Existe una última enseñanza que podemos extraer de una reflexión en torno a “lo político”.  Si la posibilidad de alcanzar un orden “más allá de la hegemonía” queda excluida, ¿qué implica esto para el proyecto cosmopolita? ¿puede ser algo más que el establecimiento de la hegemonía mundial de un poder que habría logrado ocultar su dominación mediante la identificación de sus intereses con los de la humanidad?  Contrariamente a numerosos teóricos que perciben el fin del sistema bipolar como una esperanza para el logro de una democracia cosmopolita, voy a sostener que los riesgos que implica el actual mundo unipolar sólo pueden ser evitados mediante la implementación de un mundo multipolar, con un equilibrio entre varios polos regionales, que permita una pluralidad de poderes hegemónicos.  Esta es la única manera de evitar la hegemonía de un hiperpoder único.
En el dominio de “lo político”, aún vale la pena meditar acerca de la idea crucial de Maquiavelo: “En cada ciudad podemos hallar estos dos deseos diferentes [...] el hombre del pueblo odia recibir órdenes y ser oprimido por aquellos más poderosos que él.  Y a los poderosos les gusta impartir órdenes y oprimir al pueblo”.  Lo que define la perspectiva pospolítica es la afirmación de que hemos ingresado en una nueva era en la cual este antagonismo potencial ha desaparecido.  Y es por esto por lo que puede poner en riesgo el futuro de la política democrática.


II. LA POLÍTICA Y LO POLÍTICO

Este capítulo delineará el marco teórico que inspira mi crítica al actual Zeitgeist “pospolítico”.  Sus principios más importantes han sido desarrollados en varios de mis trabajos previos[1], por lo que aquí voy a limitarme a los aspectos que considero relevantes para el argumento presentado en este libro.  El más importante se refiere a la distinción que propongo establecer entre “la política” y “lo político”.  Sin duda, en el lenguaje ordinario, no es muy común hablar de “lo político”, pero pienso que tal distinción abre nuevos senderos para la reflexión, y, por cierto, muchos teóricos políticos la han introducido.  La dificultad, sin embargo, es que entre ellos no existe acuerdo con respecto al significado atribuido a estos términos respectivos, y eso puede causar cierta confusión.  No obstante, existen similitudes que pueden brindar algunos puntos de orientación.  Por ejemplo, hacer esta distinción sugiere una diferencia entre dos tipos de aproximación: la ciencia política que trata el campo empírico de “la política”, y la teoría política que pertenece al ámbito de los filósofos, que no se preguntan por los hechos de “la política” sino por la esencia de “lo político”.  Si quisiéramos expresar dicha distinción de un modo filosófico, podríamos decir, tomando el vocabulario de Heidegger, que “la política” se refiere al nivel “óntico”, mientras que “lo político” tiene que ver con el nivel “ontológico”.  Esto significa que lo óntico tiene que ver con la multitud de prácticas de la política convencional, mientras que lo ontológico tiene que ver con el modo mismo en que se instituye la sociedad.  Pero esto deja aún la posibilidad de un desacuerdo considerable con respecto a lo que constituye “lo político”.  Algunos teóricos como Hannah Arendt perciben lo político como un espacio de libertad y deliberación pública, mientras que otros lo consideran como un espacio de poder, conflicto y antagonismo.  Mi visión de “lo político” pertenece claramente a la segunda perspectiva.  Para ser más precisa, ésta es la manera en que distingo entre “lo político” y “la política”: concibo “lo político” como la dimensión de antagonismo que considero constitutiva de las sociedades humanas, mientras que entiendo a “la política” como el conjunto de prácticas e instituciones a través de las cuales se crea un determinado orden, organizando la coexistencia humana en el contexto de la conflictividad derivada de lo político.
Mi campo principal de análisis en este libro está dado por las prácticas actuales de la política democrática, situándose por lo tanto en el nivel “óntico”.  Pero considero que es la falta de comprensión de “lo político” en su dimensión ontológica lo que origina nuestra actual incapacidad para pensar de un modo político.  Aunque una parte importante de mi argumentación es de naturaleza teórica, mi objetivo central es político.  Estoy convencida de que lo que está en juego en la discusión acerca de la naturaleza de “lo político” es el futuro mismo de la democracia.  Mi intención es demostrar cómo el enfoque racionalista dominante en las teorías democráticas nos impide plantear cuestiones que son cruciales para la política democrática.   Es por eso que necesitamos con urgencia un enfoque alternativo que nos permita comprender los desafíos a los cuales se enfrenta la política democrática en la actualidad.

Lo político como antagonismo
El punto de partida de mi análisis es nuestra actual incapacidad para percibir de un modo político los problemas que enfrentan nuestras sociedades.  Lo que quiero decir con esto es que las cuestiones políticas no son meros asuntos técnicos destinados a ser resueltos por expertos.  Las cuestiones propiamente políticas siempre implican decisiones que requieren que optemos entre alternativas en conflicto.  Considero que esta incapacidad para pensar políticamente se debe en gran medida a la hegemonía indiscutida del liberalismo, y gran parte de mi reflexión va a estar dedicada a examinar el impacto de las ideas liberales en las ciencias humanas y en la política.  Mi objetivo es señalar la deficiencia central del liberalismo en el campo político: su negación del carácter inerradicable del antagonismo.  El “liberalismo”, del modo en que lo entiendo en el presente contexto, se refiere a un discurso filosófico con numerosas variantes, unidas no por una esencia común, sino por una multiplicidad de lo que Wittgenstein denomina “parecidos de familia”.  Sin duda existen diversos liberalismos, algunos más progresistas que otros, pero, con algunas excepciones (Isaiah Berlin, Joseph Raz, John Gray, Michael Walzer entre otros), la tendencia dominante en el pensamiento liberal se caracteriza por un enfoque racionalista e individualista que impide reconocer la naturaleza de las identidades colectivas.  Este tipo de liberalismo es incapaz de comprender en forma adecuada la naturaleza pluralista del mundo social, con los conflictos que ese pluralismo acarrea; conflictos para los cuales no podría existir nunca una solución racional.  La típica comprensión liberal del pluralismo afirma que vivimos en un mundo en el cual existen, de hecho, diversos valores y perspectivas que –debido a limitaciones empíricas- nunca podremos adoptar en su totalidad, pero que en su vinculación constituyen un conjunto armonioso y no conflictivo.  Es por eso que este tipo de liberalismo se ve obligado a negar lo político en su dimensión antagónica.
El desafío más radical al liberalismo así entendido lo encontramos en el trabajo de Cari Schmitt, cuya provocativa crítica utilizaré para confrontarla con los supuestos liberales.  En El concepto de lo político, Schmitt declara sin rodeos que el principio puro y riguroso del liberalismo no puede dar origen a una concepción específicamente politica.  Todo individualismo consistente debe –según su visión- negar lo político, en tanto requiere que el individuo permanezca como el punto de referencia fundamental.  Afirma lo siguiente:
De un modo por demás sistemático, el pensamiento liberal evade o ignora al Estado y la política, y se mueve en cambio en una típica polaridad recurrente de dos esferas heterogéneas, a saber ética y economía, intelecto y comercio, educación y propiedad.  La desconfianza crítica hacia el Estado y la política se explica fácilmente por los principios de un sistema a través del cual el individuo debe permanecer terminus a quo y terminus ad quem[2].
El individualismo metodológico que caracteriza al pensamiento liberal excluye la comprensión de la naturaleza de las identidades colectivas.  Sin embargo, para Schmitt, el criterio de lo político, su differentia specifica, es la discriminación amigo/enemigo.  Tiene que ver con la formación de un “nosotros” como opuesto a un “ellos”, y se trata siempre de formas colectivas de identificación; tiene que ver con el conflicto y el antagonismo, y constituye por lo tanto una esfera de decisión, no de libre discusión.  Lo político, según sus palabras, “puede entenderse sólo en el contexto de la agrupación amigo/enemigo, más allá de los aspectos que esta posibilidad implica para la moralidad, la estética y la economía”[3].
Un punto clave en el enfoque de Schmitt es que, al mostrar que todo consenso se basa en actos de exclusión, nos demuestra la imposibilidad de un consenso “racional” totalmente inclusivo.  Ahora bien, como ya señalé, junto al individualismo, el otro rasgo central de gran parte del pensamiento liberal es la creencia racionalista en la posibilidad de un consenso universal basado en la razón.  No hay duda entonces de que lo político constituye su punto ciego.  Lo político no puede ser comprendido por el racionalismo liberal, por la sencilla razón de que todo racionalismo consistente necesita negar la irreductibilidad del antagonismo.  El liberalismo debe negar el antagonismo, ya que al destacar el momento ineludible de la decisión –en el sentido profundo de tener que decidir en un terreno indecidible-, lo que el antagonismo revela es el límite mismo de todo consenso racional.  En tanto el pensamiento liberal adhiere al individualismo y al racionalismo, su negación de lo político en su dimensión antagónica no es entonces una mera omisión empírica, sino una omisión constitutiva.  Schmitt señala que
… existe una política liberal en la forma de una antítesis polémica contra el Estado, la Iglesia u otras instituciones que limitan la libertad individual.  Existe una política liberal comercial, eclesiástica y educacional, pero absolutamente ninguna política liberal en sí misma, tan sólo una crítica liberal de la política.  La teoría sistemática del liberalismo trata casi únicamente la lucha política interna contra el poder del Estado[4].*
Sin embargo, el propósito liberal de aniquilar lo político –afirma- está destinado al fracaso.  Lo político nunca puede ser erradicado porque puede obtener su energía de las más diversas empresas humanas:
“toda antítesis religiosa, moral, económica, ética o de cualquier otra índole, adquiere un carácter político si es lo suficientemente fuerte como para agrupar eficazmente a los seres humanos en términos de amigo/enemigo”[5].
El concepto de lo político se publicó originalmente en 1932, pero la crítica de Schmitt es en la actualidad más relevante que nunca.  Si examinamos la evolución del pensamiento liberal desde entonces, comprobamos que efectivamente se ha movido entre la economía y la ética.  En términos generales, podemos distinguir en la actualidad dos paradigmas liberales principales.  El primero de ellos, denominado en ocasiones “agregativo”, concibe a la política como el establecimiento de un compromiso entre diferentes fuerzas en conflicto en la sociedad.  Los individuos son descriptos como seres racionales, guiados por la maximización de sus propios intereses y que actúan en el mundo político de una manera básicamente instrumental.  Es la idea del mercado aplicada al campo de la política, la cual es aprehendida a partir de conceptos tomados de la economía.  El otro paradigma, el “deliberativo”, desarrollado como reacción a este modelo instrumentalista, aspira a crear un vínculo entre la moralidad y la política.  Sus defensores quieren reemplazar la racionalidad instrumental por la racionalidad comunicativa.  Presentan el debate político como un campo específico de aplicación de la moralidad y piensan que es posible crear en el campo de la política un consenso moral racional mediante la libre discusión.  En este caso la política es aprehendida no mediante la economía sino mediante la ética o la moralidad.
El desafío que plantea Schmitt a la concepción racional de lo político es reconocido claramente por Jürgen Habermas, uno de los principales defensores del modelo deliberativo, quien intenta exorcizarlo afirmando que aquellos que cuestionan la posibilidad de tal consenso racional y sostienen que la política constituye un terreno en el cual uno siempre puede esperar que exista discordia, socavan la posibilidad misma de la democracia.  Asegura que
… si las cuestiones de justicia no pueden trascender la autocomprensión ética de formas de vida enfrentadas, y si los valores, conflictos y oposiciones existencialmente relevantes deben introducirse en todas las cuestiones controversiales, entonces en un análisis final terminaremos en algo semejante a la concepción de la política de Carl Schmitt[6].
A diferencia de Habermas y de todos aquellos que afirman que tal interpretación de lo político es contraria al proyecto democrático, considero que el énfasis de Schmitt en la posibilidad siempre presente de la distinción amigo/enemigo y en la naturaleza conflictual de la política, constituye el punto de partida necesario para concebir los objetivos de la política democrática.  Esta cuestión, a diferencia de lo que opinan los teóricos liberales, no consiste en cómo negociar un compromiso entre intereses en conflicto, ni tampoco en cómo alcanzar un consenso “racional”, es decir, totalmente inclusivo, sin ninguna exclusión.  A pesar de lo que muchos liberales desean que creamos, la especificidad de la política democrática no es la superación de la oposición nosotros/ellos, sino el modo diferente en el  que ella se establece.  Lo que requiere la democracia es trazar la distinción nosotros/ellos de modo que sea compatible con reconocimiento del pluralismo, que es constitutivo de la democracia moderna.

El pluralismo y la relación amigo/enemigo
En este punto, por supuesto, debemos tomar distancia de Schmitt, quien era inflexible en su concepción de que no hay lugar para el pluralismo dentro de una comunidad política democrática.  La democracia, según la entendía, requiere de la existencia de un demos homogéneo, y esto excluye toda posibilidad de pluralismo.  Es por esto que veía una contradicción insalvable entre el pluralismo liberal y la democracia.  Para él, el único pluralismo posible y legítimo es un pluralismo de Estados.  Lo que propongo entonces es pensar “con Schmitt contra Schmitt”, utilizando su crítica al individualismo y pluralismo liberales para proponer una nueva interpretación de la política democrática liberal, en lugar de seguir a Schmitt en su rechazo de esta última.
Desde mi punto de vista, una de las ideas centrales de Schmitt es su tesis según la cual las identidades políticas consisten en un cierto tipo de relación nosotros/ellos, la relación amigo/enemigo, que puede surgir a partir de formas muy diversas de relaciones sociales.  Al destacar la naturaleza relacional de las identidades políticas, anticipa varias corrientes de pensamiento, como el post-estructuralismo, que posteriormente harán hincapié en el carácter relacional de todas las identidades.  En la actualidad, gracias a esos desarrollos teóricos posteriores, estamos en situación de elaborar mejor lo que Schmitt afirmó taxativamente, pero dejó sin teorizar.  Nuestro desafío es desarrollar sus ideas en una dirección diferente y visualizar otras interpretaciones de la distinción amigo/enemigo, interpretaciones compatibles con el pluralismo democrático.
Me ha resultado particularmente útil para tal proyecto la noción de “exterioridad constitutiva”, ya que revela lo que está en juego en la constitución de la identidad.  Este término fue propuesto por Henry Staten[7] para referirse a una serie de temas desarrollados por Jacques Derrida en torno a nociones como “suplemento”, “huella” y “différance”.  El objetivo es destacar el hecho de que la creación de una identidad implica el establecimiento de una diferencia, diferencia construida a menudo sobre la base de una jerarquía, por ejemplo entre forma y materia, blanco y negro, hombre y mujer, etc.  Una vez que hemos comprendido que toda identidad es relacional y que la afirmación de una diferencia es una precondición de la existencia de tal identidad, es decir, la percepción de un “otro” que constituye su “exterioridad”, pienso que estamos en una posición más adecuada para entender el argumento de Schmitt acerca de la posibilidad siempre presente del antagonismo y para comprender cómo una relación social puede convertirse en un terreno fértil para el antagonismo.
En el campo de las identidades colectivas, se trata siempre de la creación de un “nosotros” que sólo puede existir por la demarcación de un “ellos”.  Esto, por supuesto, no significa que tal relación sea necesariamente de amigo/enemigo, es decir, una relación antagónica.  Pero deberíamos admitir que, en ciertas condiciones, existe siempre la posibilidad de que esta relación nosotros/ellos se vuelva antagónica, esto es, que se pueda convertir en una relación de amigo/enemigo.  Esto ocurre cuando se percibe al “ellos” cuestionando la identidad del “nosotros” y como una amenaza a su existencia.  A partir de ese momento, como lo testimonia el caso de la desintegración de Yugoslavia, toda forma de relación nosotros/ellos, ya sea religiosa, étnica, económica, o de otro tipo, se convierte en el locus de un antagonismo.
Según Schmitt, para que esta relación nosotros/ellos fuera política debía, por supuesto, tomar la forma antagónica de una relación amigo/enemigo.  Es por esto que no podía aceptar su presencia dentro de la asociación política.  Y sin duda tenía razón al advertir contra los peligros que implica un pluralismo antagónico para la permanencia de la asociación política.  Sin embargo, como argumentaré en un momento, la distinción amigo/enemigo puede ser considerada como tan sólo una de las formas de expresión posibles de esa dimensión antagónica que es constitutiva de lo político.  También podemos, si bien admitiendo la posibilidad siempre presente del antagonismo, imaginar otros modos políticos de construcción del nosotros/ellos.  Si tomamos este camino, nos daremos cuenta de que el desafío para la política democrática consiste en intentar impedir el surgimiento del antagonismo mediante un modo diferente de establecer la relación nosotros/ellos.
Antes de continuar desarrollando este punto, extraeremos una primera conclusión teórica de las reflexiones previas.  A esta altura podemos afirmar que la distinción nosotros/ellos, que es condición de la posibilidad de formación de las identidades políticas, puede convertirse siempre en el locus de un antagonismo.  Puesto que todas las formas de la identidad política implican una distinción nosotros/ellos, la posibilidad de emergencia de un antagonismo nunca puede ser eliminada.  Por tanto, sería una ilusión creer en el advenimiento de una sociedad en la cual pudiera haberse erradicado el antagonismo.  El antagonismo, como afirma Schmitt, es una posibilidad siempre presente; lo político pertenece a nuestra condición ontológica.

La política como hegemonía
Junto al antagonismo, el concepto de hegemonía constituye la noción clave para tratar la cuestión de “lo político”.  El hecho de considerar “lo político” como la posibilidad siempre presente del antagonismo requiere aceptar la ausencia de un fundamento último y reconocer la dimensión de indecidibilidad que domina todo orden.  En otras palabras, requiere admitir la naturaleza hegemónica de todos los tipos de orden social y el hecho de que toda sociedad es el producto de una serie de prácticas que intentan establecer orden en un contexto de contingencia.  Como indica Ernesto Laclau: “Los dos rasgos centrales de una intervención hegemónica son, en este sentido, el carácter ‘contingente’ de las articulaciones hegemónicas y su carácter ‘constitutivo’, en el sentido de que instituyen relaciones sociales en un sentido primario, sin depender de ninguna racionalidad social a-priori[8].  Lo político se vincula a los actos de institución hegemónica.  Es en este sentido que debemos diferenciar lo social de lo político.  Lo social se refiere al campo de las prácticas sedimentadas, esto es, prácticas que ocultan los actos originales de su institución política contingente, y que se dan por sentadas, como si se fundamentaran a sí mismas.  Las prácticas sociales sedimentadas son una parte constitutiva de toda sociedad posible; no todos los vínculos sociales son cuestionados al mismo tiempo.  Lo social y lo político tienen entonces el estatus de lo que Heidegger denominó “existenciales”, es decir, las dimensiones necesarias de toda vida social.  Si lo político –entendido en su sentido hegemónico- implica la visibilidad de los actos de institución social, resulta imposible determinar a priori lo que es social y lo que es político independientemente de alguna referencia contextual.  La sociedad no debe ser percibida como el despliegue de una lógica exterior a sí misma, cualquiera fuera la fuente de esta lógica: las fuerzas de producción, el desarrollo de lo que Hegel denominó Espíritu Absoluto, las leyes de la historia, etc.  Todo orden es la articulación temporaria y precaria de prácticas contingentes.  La frontera entre lo social y lo político es esencialmente inestable, y requiere desplazamientos y renegociaciones constantes entre los actores sociales.  Las cosas siempre podrían ser de otra manera, y por lo tanto todo orden está basado en la exclusión de otras posibilidades.  Es en ese sentido que puede denominarse “político”, ya que es la expresión de una estructura particular de relaciones de poder.  El poder es constitutivo de lo social porque lo social no podría existir sin las relaciones de poder mediante las cuales se le da forma.  Aquello que en un momento dado es considerado como el orden “natural” –junto al “sentido común” que lo acompaña- es el resultado de prácticas sedimentadas; no es nunca la manifestación de una objetividad más profunda, externa a las prácticas que lo originan.
En resumen: todo orden es político y está basado en alguna forma de exclusión.  Siempre existen otras posibilidades que han sido reprimidas y que pueden reactivarse.  Las prácticas articulatorias a través de las cuales se establece un determinado orden y se fija el sentido de las instituciones sociales son “prácticas hegemónicas”.  Todo orden hegemónico es susceptible de ser desafiado por prácticas contrahegemónicas, es decir, prácticas que van a intentar desarticular el orden existente para instaurar otra forma de hegemonía.
En lo que a las identidades colectivas se refiere, nos encontramos en una situación similar.  Ya hemos visto que las identidades son en realidad el resultado de procesos de identificación, y que jamás pueden ser completamente estables.  Nunca nos enfrentamos a oposiciones “nosotros/ellos” que expresen identidades esencialistas preexistentes al proceso de identificación.  Además, como ya he señalado, el “ellos” representa la condición de posibilidad del “nosotros”, su “exterioridad constitutiva”.  Esto significa que la constitución de un “nosotros” específico depende siempre del tipo de “ellos” del cual se diferencia.  Este punto es crucial, ya que nos permite concebir la posibilidad de diferentes tipos de relación nosotros/ellos de acuerdo al modo en que el “ellos” es construido.
Quiero destacar estos puntos teóricos porque constituyen el marco necesario para el enfoque alternativo de la política democrática que estoy defendiendo.  Al postular la imposibilidad de erradicar el antagonismo, y afirmar al mismo tiempo la posibilidad de un pluralismo democrático, uno debe sostener contra Schmitt que esas dos afirmaciones no se niegan la una a la otra.  El punto decisivo aquí es mostrar cómo el antagonismo puede ser transformado de tal manera que posibilite una forma de oposición nosotros/ellos que sea compatible con la democracia pluralista.  Sin tal posibilidad nos quedan las siguientes alternativas: o bien sostener con Schmitt la naturaleza contradictoria de la democracia liberal, o creer junto a los liberales en la eliminación del modelo adversarial como un paso hacia la democracia.  En el primer caso se reconoce lo político pero se excluye la posibilidad de un orden democrático pluralista; en el segundo se postula una visión antipolítica y completamente inadecuada de la democracia liberal, cuyas consecuencias negativas consideraremos en los capítulos siguientes.

¿Qué tipo de nosotros/ellos para la política democrática?
De acuerdo con nuestro análisis previo, pareciera que una de las tareas principales para la política democrática consiste en distender el antagonismo potencial que existe en las relaciones sociales.  Si aceptamos que esto no es posible trascendiendo la relación nosotros/ellos, sino sólo mediante su construcción de un modo diferente, surgen entonces los siguientes interrogantes: ¿en qué consistiría una relación de antagonismo “domesticada”?  ¿Qué forma de nosotros/ellos implicaría?  El conflicto, para ser aceptado como legítimo, debe adoptar una forma que no destruya la asociación política.  Esto significa que debe existir algún tipo de vínculo común entre las partes en conflicto, de manera que no traten a sus oponentes como enemigos a ser erradicados, percibiendo sus demandas como ilegítimas –que es precisamente lo que ocurre con la relación antagónica amigo/enemigo-.  Sin embargo, los oponentes no pueden ser considerados estrictamente como competidores cuyos intereses pueden tratarse mediante la mera negociación, o reconciliarse a través de la deliberación, porque en ese caso el elemento antagónico simplemente habría sido eliminado.  Si queremos sostener, por un lado, la permanencia de la dimensión antagónica del conflicto, aceptando por el otro la posibilidad de su “domesticación”, debemos considerar un tercer tipo de relación.  Éste es el tipo de relación que he propuesto denominar “agonismo[9]“.  Mientras que el antagonismo constituye una relación nosotros/ellos en la cual las dos partes son enemigos que no comparten ninguna base común, el agonismo establece una relación nosotros/ellos en la que las partes en conflicto, si bien admitiendo que no existe una solución racional a su conflicto, reconocen sin embargo la legitimidad de sus oponentes.  Esto significa que, aunque en conflicto, se perciben a sí mismos como pertenecientes a la misma asociación política, compartiendo un espacio simbólico común dentro del cual tiene lugar el conflicto.  Podríamos decir que la tarea de la democracia es transformar el antagonismo en agonismo.
Es por eso que “el adversario” constituye una categoría crucial para la política democrática.  El modelo adversarial debe considerarse como constitutivo de la democracia porque permite a la política democrática transformar el antagonismo en agonismo.  En otras palabras, nos ayuda a concebir cómo puede “domesticarse” la dimensión antagónica, gracias al establecimiento de instituciones y prácticas a través de las cuales el antagonismo potencial pueda desarrollarse de un modo agonista.  Como sostendré en varios puntos de este libro, es menos probable que surjan conflictos antagónicos en tanto existan legítimos canales políticos agonistas para las voces en disenso.  De lo contrario, el disenso tiende a adoptar formas violentas, y esto se aplica tanto a la política local como a la internacional.
Quisiera destacar que la noción de “adversario” que estoy introduciendo debe distinguirse claramente del significado de ese término que hallamos en el discurso liberal, ya que según mi visión la presencia del antagonismo no es eliminada, sino “sublimada”, para decirlo de alguna manera.  Para los liberales, un adversario es simplemente un competidor.  El campo de la política constituye para ellos un terreno neutral en el cual diferentes grupos compiten para ocupar las posiciones de poder; su objetivo es meramente desplazar a otros con el fin de ocupar su lugar.  No cuestionan la hegemonía dominante, y no hay una intención de transformar profundamente las relaciones de poder.  Es simplemente una competencia entre élites.
Lo que está en juego en la lucha agonista, por el contrario, es la configuración misma de las relaciones de poder en torno a las cuales se estructura una determinada sociedad: es una lucha entre proyectos hegemónicos opuestos que nunca pueden reconciliarse de un modo racional.  La dimensión antagónica está siempre presente, es una confrontación real, pero que se desarrolla bajo condiciones reguladas por un conjunto de procedimientos democráticos aceptados por los adversarios.

Canetti y el sistema parlamentario
Elías Canetti es uno de los autores que comprendió perfectamente que la tarea de la política democrática era el establecimiento de relaciones “agonistas”.  En unas pocas páginas brillantes del capítulo “Masa e Historia”, de Masa y poder, dedicadas a analizar la naturaleza del sistema parlamentario, Canetti señala que tal sistema utiliza la estructura psicológica de ejércitos adversarios, y representa una forma de guerra en la que se ha renunciado a matar.  Según él:
Es una votación parlamentaria todo cuanto hay que hacer es verificar la fuerza de ambos grupos en un lugar y momento determinados.  No hasta con conocerla de antemano.  Un partido puede tener trescientos sesenta delegados y el otro sólo doscientos cuarenta: la votación sigue siendo decisiva en tanto instante en que se miden realmente las fuerzas.  Es el vestigio del choque cruento, que cristaliza de diversas maneras, incluidas amenazas, injurias y una excitación física que puede llegar a las manos, incluso al lanzamiento de proyectiles.  Pero el recuento de votos pone fin a la batalla[10].
Y después agrega:
La solemnidad de todas estas operaciones proviene de la renuncia a la muerte como instrumento de decisión.  Con cada una de las papeletas la muerte es, por así decirlo, descartada.  Pero lo que ella habría logrado, la liquidación de la fuerza del adversario, es escrupulosamente registrado en un número.  Quien juega con estos números, quien los borra o falsifica, vuelve a dar lugar a la muerte sin darse cuenta[11].
Éste es un ejemplo excelente de cómo los enemigos pueden ser transformados en adversarios, y aquí vemos claramente cómo, gracias a las instituciones democráticas, los conflictos pueden establecerse de un modo que no es antagónico sino agonista.  Según Canetti, la democracia moderna y el sistema parlamentario no deberían considerarse como una etapa en la evolución de la humanidad en la cual la gente, habiéndose vuelto más racional, sería ahora capaz de actuar racionalmente, ya sea para promover sus intereses o para ejercer su libre razón pública, como es el caso en los modelos agregativos o deliberativos.  Y destaca que:
Nadie ha creído nunca de verdad que la opinión de la mayoría en una votación sea también, por su mayor peso, la más sensata.  Una voluntad se opone a otras, como en una guerra; cada una de estas voluntades está convencida de tener la razón y la sensatez de su parte; es una convicción fácil de encontrar, que se encuentra por sí sola.  El sentido de un partido consiste justamente en mantener despiertas esa voluntad y esa convicción.  El adversario derrotado en la votación no se resigna porque deje de creer en sus derechos, simplemente se da por vencido[12].
Encuentro realmente esclarecedor el enfoque de Canetti. Él nos hace comprender la importancia del rol del sistema parlamentario en la transformación del antagonismo en agonismo y en la construcción de un nosotros/ellos compatible con el pluralismo democrático.  Cuando las instituciones parlamentarias son destruidas o debilitadas, la posibilidad de una confrontación agonista desaparece y es reemplazada por un nosotros/ellos antagónico.  Piénsese por ejemplo en el caso de Alemania y el modo en que, con el colapso de la política parlamentaria, los judíos se convirtieron en el “ellos” antagónico.  ¡Pienso que esto es algo sobre lo cual deberían meditar los oponentes de izquierda de la democracia parlamentaria!
Existe otro aspecto del trabajo de Canetti, sus reflexiones sobre el fenómeno de las “masas”, que nos aporta ideas importantes para una crítica de la perspectiva racionalista dominante en la teoría política liberal.  Al examinar la permanente atracción que ejercen los diversos tipos de masas en todos los tipos de sociedad, él la atribuye a las diferentes pulsiones que mueven a los actores sociales.  Por un lado, existe lo que se podría describir como una pulsión hacia la individualidad y lo distintivo.  Pero se observa otra pulsión que hace que dichos actores sociales deseen formar parte de una masa o perderse en un momento de fusión con las masas.  Esta atracción de la masa no es para él algo arcaico o premoderno, destinado a desaparecer con los avances de la modernidad.  Es una parte integrante de la composición psicológica de los seres humanos.  La negación a admitir esta tendencia es lo que está en el origen de la incapacidad del enfoque racionalista para aceptar los movimientos políticos de masas, a los que tiende a ver como una expresión de fuerzas irracionales o como “un retorno a lo arcaico”.  Por el contrario, una vez que aceptamos con Canetti que la atracción de la “masa” siempre va a estar presente, debemos abordar la política democrática de un modo diferente, tratando la cuestión de cómo puede ser movilizada de manera tal que no amenace las instituciones democráticas.
Lo que hallamos aquí es la dimensión de lo que he propuesto denominar “pasiones” para referirme a las diversas fuerzas afectivas que están en el origen de las formas colectivas de identificación.  Al poner el acento ya sea en el cálculo racional de los intereses (modelo agregativo) o en la deliberación moral (modelo deliberativo), la actual teoría política democrática es incapaz de reconocer el rol de las “pasiones” como una de las principales fuerzas movilizado ras en el campo de la política, y se encuentra desarmada cuando se enfrenta con sus diversas manifestaciones.  Ahora bien, esto concuerda con la negación a aceptar la posibilidad siempre presente del antagonismo, y con la creencia de que —en tanto racional— la política democrática siempre puede ser interpretada en términos de acciones individuales.  Donde esto no fuera posible, se debería necesariamente al subdesarrollo.  Como veremos en el próximo capítulo, es así como los defensores de la “modernización reflexiva” interpretan cualquier desacuerdo con sus tesis.
Dado el actual énfasis en el consenso, no resulta sorprendente que las personas estén cada vez menos interesadas en la política y que la tasa de abstención continúe creciendo.  La movilización requiere de politización, pero la politización no puede existir sin la producción de una representación conflictiva del mundo, que incluya campos opuestos con los cuales la gente se pueda identificar, permitiendo de ese modo que las pasiones se movilicen políticamente dentro del espectro del proceso democrático.  Tomemos, por ejemplo, el caso de la votación.  Lo que el enfoque racionalista es incapaz de comprender es que aquello que impulsa a la gente a votar es mucho más que la simple defensa de sus intereses.  Existe una importante dimensión afectiva en el hecho de votar, y lo que está en juego es una cuestión de identificación. Para actuar políticamente, las personas necesitan ser capaces de identificarse con una identidad colectiva que les brinde una idea de sí mismas que puedan valorizar. El discurso político debe ofrecer no sólo políticas, sino también identidades que puedan ayudar a las personas a dar sentido a lo que están experimentando y, a la vez, esperanza en el futuro.

Freud y la identificación
Resulta, por lo tanto, crucial para la teoría democrática tomar en cuenta la dimensión afectiva de la política, y para esto es necesario un serio intercambio con el psicoanálisis.  El análisis de Freud del proceso de “identificación” destaca el investimiento libidinal que opera en la creación de las identidades colectivas, y nos brinda importantes indicios en lo que se refiere a la emergencia de los antagonismos.  En El malestar en la cultura, presenta una visión de la sociedad amenazada perpetuamente con su desintegración a causa de la tendencia a la agresión presente en los seres humanos.  Según Freud: “El ser humano no es un ser manso, amable, a lo sumo capaz de defenderse si lo atacan, sino que es lícito atribuir a su dotación pulsional una buena cuota de agresividad”[13].  A fin de frenar esos instintos agresivos, la civilización debe utilizar diferentes métodos.  Uno de ellos consiste en fomentar los lazos comunales mediante la movilización de los instintos libidinales de amor.  Como afirma en Psicología de las masas y análisis del yo, “la masa se mantiene cohesionada en virtud de algún poder.  ¿Y a qué poder podría adscribirse ese logro más que al Eros, que lo cohesiona todo en el mundo?”[14].  El objetivo es establecer identificaciones fuertes entre los miembros de la comunidad, para ligarlos en una identidad compartida.  Una identidad colectiva, un “nosotros”, es el resultado de una inversión libidinal, pero esto implica necesariamente la determinación de un “ellos”.  Sin duda, Freud no entendía toda oposición como enemistad.  Como él mismo indica: “Siempre es posible ligar en el amor a una multitud mayor de seres humanos, con tal que otros queden fuera para manifestarles la agresión”[15].  En tal caso la relación nosotros/ellos se convierte en una relación de enemistad, es decir, se vuelve antagónica.
Según Freud, la evolución de la civilización se caracteriza por una lucha entre dos tipos básicos de instintos libidinales: Eros, el instinto de vida, y la Muerte, el instinto de agresividad y destrucción.  También destacó que “las dos variedades de pulsiones rara vez –quizás nunca- aparecían aisladas entre sí, sino que se ligaban en proporciones muy variables, volviéndose de ese modo irreconocibles para nuestro juicio”[16].  El instinto agresivo nunca puede ser eliminado, pero uno puede intentar desarmarlo, para decirlo de alguna manera, y debilitar su potencial destructivo mediante diversos métodos que Freud discute en su libro.  Lo que quiero sugerir es que, entendidas de un modo agonista, las instituciones democráticas pueden contribuir a este desarme de las fuerzas libidinales que conducen a la hostilidad y que están siempre presentes en las sociedades humanas.
Otras ideas pueden ser tomadas de la obra de Jacques Lacan, quién desarrollando la teoría de Freud, ha introducido el concepto de “goce” (jouissance), que es de gran importancia para explorar el rol de los afectos en la política.  Como observó Yannis Stavrakakis, según la teoría lacaniana lo que permite la persistencia de las formas sociopolíticas de identificación es el hecho de que proporcionan al actor social una forma de jouissance.  En sus palabras:
La problemática del goce nos ayuda a responder de un modo concreto qué es lo que está en juego en la identificación socio-política y en la formación de la identidad, sugiriendo que la base de las fantasías sociales encuentra parcialmente su raíz en la “jouissance” del cuerpo.  Lo que está en juego en estos campos, de acuerdo a la teoría lacaniana, no es sólo la coherencia simbólica y el cierre discursivo, sino también el goce, la jouissance que anima el deseo humano[17].
En la misma línea, Slavoj Žižek utiliza el concepto de goce de Lacan para explicar la atracción del nacionalismo.  En Tarring with the Negative, observa que:
El elemento que mantiene unida a una determinada comunidad no puede ser reducido al punto de la identificación simbólica: el eslabón que mantiene unidos a sus miembros implica siempre una relación compartida hacia una Cosa, hacia el goce encarnado.  Esta relación respecto a la Cosa estructurada mediante las fantasías es lo que está en juego cuando hablamos de la amenaza a nuestro “estilo de vida” planteada por el Otro[18].
Con respecto al tipo de identificaciones constitutivas del nacionalismo, la dimensión afectiva es, por supuesto, particularmente fuerte, y añade:
El nacionalismo presenta entonces un terreno privilegiado para la erupción del goce en el campo social.  La Causa Nacional finalmente no es otra cosa que la manera en la cual los sujetos de una comunidad étnica dada organizan su goce a través de mitos nacionales[19].
Teniendo en cuenta que las identificaciones colectivas siempre tienen lugar mediante un tipo de diferenciación nosotros/ellos, uno puede comprender cómo el nacionalismo puede transformarse fácilmente en enemistad.  Según Žižek, el odio nacionalista surge cuando otra nación es percibida como una amenaza para nuestro goce.  Por lo tanto, tiene su origen en el modo en que los grupos sociales tratan su falta de goce atribuyéndolo a la presencia de un enemigo que lo está “robando”.  Para comprender cómo puede evitarse tal transformación de las identificaciones nacionales en relaciones de amigo/enemigo, es necesario reconocer los vínculos afectivos que las sostienen.  Ahora bien, esto es precisamente lo que evita el enfoque racionalista, de ahí la impotencia de la teoría liberal frente al surgimiento de antagonismos nacionalistas.  A partir de Freud y Canetti debemos comprender que, incluso en sociedades que se han vuelto muy individualistas, la necesidad de identificaciones colectivas nunca va a desaparecer, ya que es constitutiva del modo de existencia de los seres humanos.  En el campo de la política esas identificaciones juegan un rol central, y el vínculo afectivo que brindan debe ser tomado en cuenta por los teóricos democráticos.  El hecho de creer que hemos entrado en una era en la mal las identidades “posconvencionales” hacen posible un tratamiento racional de las cuestiones políticas, eludiendo de esta manera el rol de una movilización democrática de los afectos, significa dejar libre el terreno a aquellos que quieren socavar la democracia.  Los teóricos que quieren eliminar las pasiones de la política y sostienen que la política democrática debería entenderse sólo en términos de razón, moderación y consenso, están mostrando su falta de comprensión de la dinámica de lo político.  No perciben que la política democrática necesita tener una influencia real en los deseos y fantasías de la gente, y que en lugar de oponer los intereses a los sentimientos y la razón a la pasión, deberían ofrecer formas de identificación que conduzcan a prácticas democráticas.  La política posee siempre una dimensión “partisana”, y para que la gente se interese en la política debe tener la posibilidad de elegir entre opciones que ofrezcan alternativas reales.  Esto es precisamente lo que está faltando en la actual celebración de la democracia “libre de partisanos”.  A pesar de lo que oímos en diversos ámbitos, el tipo de política consensual dominante en la actualidad, lejos de representar un progreso en la democracia, es la señal de que vivimos en lo que Jacques Rancière denomina “posdemocracia”.  Desde su punto de vista, las prácticas consensúales que se proponen hoy como modelo para la democracia presuponen la desaparición misma de lo que constituye el núcleo vital de la democracia.  En sus palabras:
La posdemocracia es la práctica gubernamental y la legitimación conceptual de una democracia posterior al demos, de una democracia que liquidó la apariencia, la cuenta errónea y el litigio del pueblo, reductible por lo tanto al mero juego de los dispositivos estatales y las armonizaciones de energías e intereses sociales. [...] Es la práctica y el pensamiento de una adecuación total entre las formas del Estado y el estado de las relaciones sociales[20].
Rancière señala aquí, aunque utilizando un vocabulario diferente, la eliminación por parte del enfoque pospolítico de la dimensión adversarial, que es constitutiva de lo político, y que proporciona a la política democrática su dinámica inherente.

La confrontación agonista
Muchos teóricos liberales se niegan a admitir la dimensión antagónica de la política y el rol de los afectos en la construcción de las identidades políticas, porque consideran que pondría en peligro la realización del consenso, al que consideran como el objetivo de la democracia.  No comprenden que, lejos de amenazar la democracia, la confrontación agonista es la condición misma de su existencia.  La especificidad de la democracia moderna radica en el reconocimiento y legitimación del conflicto y en la negativa a suprimirlo mediante la imposición de un orden autoritario.  Al romper con la representación simbólica de la sociedad como cuerpo orgánico –característica de la forma holística de organización- una sociedad democrática liberal pluralista no niega la existencia de conflictos, sino que proporciona las instituciones que les permiten ser expresados de un modo adversarial.  Es por esta razón que deberíamos dudar seriamente de la actual tendencia a celebrar una política de consenso, que es acompañada con la afirmación de que ella ha reemplazado a la política adversarial de izquierda y derecha, supuestamente pasada de moda.  Una democracia que funciona correctamente exige un enfrentamiento entre posiciones políticas democráticas legítimas.  De esto debe tratar la confrontación entre izquierda y derecha.  Tal confrontación debería proporcionar formas de identificación colectivas lo suficientemente fuertes como para movilizar pasiones políticas.  Si esta configuración adversarial está ausente, las pasiones no logran una salida democrática, y la dinámica agonista del pluralismo se ve dificultada.  El peligro es que la confrontación democrática sea entonces reemplazada por una confrontación entre formas esencialistas de identificación o valores morales no negociables.  Cuando las fronteras políticas se vuelven difusas, se manifiesta un desafecto hacia los partidos políticos y tiene lugar un crecimiento de otros tipos de identidades colectivas, en torno a formas de identificación nacionalistas, religiosas o étnicas.  Los antagonismos pueden adoptar diversas formas, y sería ilusorio creer que podrían llegar a erradicarse.  Es por eso que es importante permitir que adquieran una forma de expresión agonista a través del sistema democrático pluralista.
Los teóricos liberales son incapaces de reconocer no sólo la realidad primordial de la disputa en la vida social y la imposibilidad de hallar soluciones racionales imparciales a las cuestiones políticas, sino también el rol integrador que juegan los conflictos en la democracia moderna.  Una sociedad democrática requiere de un debate sobre alternativas posibles, y debe proporcionar formas políticas de identificación colectiva en torno a posturas democráticas claramente diferenciadas.  El consenso es, sin duda, necesario, pero debe estar acompañado por el disenso.  El consenso es necesario en las instituciones constitutivas de la democracia y en los valores “ético políticos” que inspiran la asociación política –libertad e igualdad para todos-, pero siempre existirá desacuerdo en lo referente a su sentido y al modo en que deberían ser implementados.  En una democracia pluralista tales desacuerdos no sólo son legítimos, sino también necesarios.  Proporcionan la materia de la política democrática.
Además de los defectos del enfoque liberal, el obstáculo principal para la implementación de una política agonista proviene del hecho de que, después del colapso del modelo soviético, hemos sido testigos de la hegemonía indiscutida del neoliberalismo, con su afirmación de que no existe alternativa al orden existente.  Esta afirmación ha sido aceptada por los partidos socialdemócratas, los cuales, bajo el pretexto de la “modernización”, han estado desplazándose constantemente hacia la derecha, redefiniéndose ellos mismos como “centroizquierda”.  Lejos de beneficiarse con la crisis de su antiguo antagonista comunista, la socialdemocracia ha sido arrastrada por su mismo colapso.  De esta manera se ha perdido una gran oportunidad para la política democrática.  Los sucesos de 1989 deberían haber sido la ocasión para una redefinición de la izquierda, liberada ahora del peso muerto representado previamente por el sistema comunista.  Existía la oportunidad real para una profundización del proyecto democrático, porque al haberse disuelto las fronteras políticas tradicionales, podrían haber sido rediseñadas de un modo más progresista.  Desafortunadamente, esta oportunidad se perdió.  En su lugar hemos oído afirmaciones triunfalistas respecto de la desaparición del antagonismo y el advenimiento de una política sin fronteras, sin un “ellos”; una política sin perdedores, en la cual podrían encontrarse soluciones que favorecieran a todos los miembros de la sociedad.
Aunque sin duda fue importante para la izquierda admitir la importancia del pluralismo y de las instituciones políticas democráticas liberales, esto no debería haber significado abandonar todo intento de transformar el orden hegemónico actual y aceptar la visión según la cual “las sociedades democráticas liberales realmente existentes” representan el fin de la historia.  Si hay algo que habría que aprender del fracaso del comunismo es que la lucha democrática no debería concebirse en términos de amigo/enemigo, y que la democracia liberal no es el enemigo a destruir.  Si consideramos “la libertad e igualdad para todos” como los principios “ético políticos” de la democracia liberal (lo que Montesquieu definió como “las pasiones que mueven un régimen”), está claro que el problema con nuestras sociedades no lo constituyen los ideales que proclama, sino el hecho de que esos ideales no son puestos en práctica.  Por lo tanto, la tarea de la izquierda no es rechazarlos con el argumento de que son un engaño, una manera de encubrir la dominación capitalista, sino luchar por su implementación efectiva.  Y esto, por supuesto, no puede realizarse sin desafiar el actual modo neoliberal de regulación capitalista.
De ahí que tal lucha, si bien no debe ser concebida en términos de la oposición amigo/enemigo, tampoco puede concebirse simplemente como una mera competencia de intereses o de un modo “dialógico”.  Ésta es, sin embargo, la manera precisa en que la mayoría de los partidos de izquierda conciben la política democrática en la actualidad.  Para revitalizar la democracia, es urgente salir de este impasse.  Mi argumento es que, gracias a la idea del “adversario”, el enfoque agonista que propongo puede contribuir a una revitalización y profundización de la democracia.  También ofrece la posibilidad de encarar la perspectiva de la izquierda de un modo hegemónico.  Los adversarios inscriben su confrontación dentro de un marco democrático, pero este marco no es percibido como algo inalterable: es susceptible de ser redefinido mediante la lucha hegemónica.  Una concepción agonista de la democracia reconoce el carácter contingente de las articulaciones político-económicas hegemónicas que determinan la configuración específica de una sociedad en un momento dado.  Son construcciones precarias y pragmáticas, que pueden ser desarticuladas y transformadas como resultado de la lucha agonista entre los adversarios.
Slavoj Žižek se equivoca, por lo tanto, al afirmar que el enfoque agonista es incapaz de desafiar el statu quo, y concluye por aceptar la democracia liberal en su etapa actual[21].  Un enfoque agonista ciertamente repudia la posibilidad de un acto de refundación radical que instituiría un nuevo orden social a partir de cero.  Pero un número importante de transformaciones socioeconómicas y políticas, con implicaciones radicales, son posibles dentro del contexto de las instituciones democráticas liberales.  Lo que entendemos por “democracia liberal” está constituido por formas sedimentadas de relaciones de poder que resultan de un conjunto de intervenciones hegemónicas contingentes.  El hecho de que en la actualidad su carácter contingente no sea reconocido se debe a la ausencia de proyectos contra hegemónicos.  Pero no tendríamos que caer nuevamente en la trampa de creer que su transformación requiere un rechazo total del marco democrático-liberal.  Existen muchas maneras en las cuales puede jugarse el “juego de lenguaje” democrático –tomando un término de Wittgenstein-, y la lucha agonista debería introducir nuevos sentidos y campos de aplicación para que la idea de democracia se radicalice.  Esta es, desde mi punto de vista, la manera efectiva de desafiar las relaciones de poder, no en la forma de una negación abstracta, sino de un modo debidamente hegemónico, mediante un proceso de desarticulación de las prácticas existentes y de creación de nuevos discursos e instituciones.  Contrariamente a los diversos modelos liberales, el enfoque agonista que defiendo reconoce que la sociedad siempre es instituida políticamente, y nunca olvida que el terreno en el cual tienen lugar las intervenciones hegemónicas es siempre el resultado de prácticas hegemónicas previas y que jamás es neutral.  Es por eso que niega la posibilidad de una política democrática no adversarial, y critica a aquellos que –por ignorar la dimensión de “lo político”- reducen la política a un conjunto de pasos supuestamente técnicos y de procedimientos neutrales.


VI. CONCLUSIÓN

En la actualidad estamos enfrentando años decisivos.  Después de la euforia de la década de 1990, en la cual la victoria final de la democracia liberal y el advenimiento de un “nuevo orden mundial” fueron aclamados desde tantas procedencias, han surgido nuevos antagonismos que representan desafíos que décadas de hegemonía neoliberal nos han hecho incapaces de enfrentar.  En este libro examiné algunos de esos desafíos, y sostuve que la comprensión de su naturaleza requiere aceptar la dimensión no erradicable del antagonismo que existe en las sociedades humanas, a lo que he propuesto denominar “lo político”.
En lo que se refiere a la política nacional, he demostrado cómo la creencia en el fin de una forma de política adversarial y la superación de la división izquierda/derecha, en lugar de facilitar el establecimiento de una sociedad pacificada, ha creado el terreno para el surgimiento de movimientos populistas de derecha.  Al sugerir que la solución reside en la posibilidad de fomentar el carácter agonista de la política a través de la revitalización de la distinción izquierda/derecha, no apelo a un mero retorno a su contenido tradicional, como si el significado de esos términos se hubiera fijado de una vez para siempre.  Lo que está en juego en la oposición izquierda/derecha no es un contenido particular –aunque como señaló Norberto Bobbio se refiere evidentemente a actitudes opuestas con respecto a la redistribución social-[22] sino el reconocimiento de la división social y la legitimación del conflicto.  Destaca la existencia en una sociedad democrática de una pluralidad de intereses y demandas que, aunque están en conflicto y finalmente nunca pueden ser reconciliados, deberían sin embargo considerarse como legítimos.  El contenido de la izquierda y la derecha va a variar, pero la línea divisoria debería permanecer, porque su desaparición indicaría que se niega la división social y que un conjunto de voces han sido silenciadas.  Es por esto que la política democrática es por naturaleza necesariamente adversarial.  Como ha destacado Niklas Luhmann, la democracia moderna apela a una “separación de la cumbre”, una clara división entre el gobierno y la oposición, y esto supone que se ofrecen políticas claramente diferenciadas, otorgando a los ciudadanos la posibilidad de decidir entre diferentes modos de organización de la sociedad[23].  Cuando la división social no puede ser expresada por la división izquierda/derecha, las pasiones no pueden ser movilizadas hacia objetivos democráticos, y los antagonismos adoptan formas que pueden amenazar las instituciones democráticas.

Los límites del pluralismo
Para evitar confusiones, debería especificar que, al contrario de algunos pensadores postmodernos que conciben un pluralismo sin fronteras, yo no creo que una política democrática pluralista debiera considerar como legítimas todas las demandas formuladas en una determinada sociedad.  El pluralismo que planteo requiere discriminar entre demandas que deben ser aceptadas como parte del debate agonista, y aquellas que deben ser excluidas.  Una sociedad no puede aceptar aquellas que cuestionan sus instituciones básicas como adversarios legítimos.  El enfoque agonista no pretende abarcar todas las diferencias y superar todas las formas de exclusión.  Pero las exclusiones son concebidas en términos políticos, no morales.
Algunas demandas son excluidas, no porque se las declara “malignas”, sino porque desafían las instituciones constitutivas de la asociación política democrática.  Sin duda la propia naturaleza de esas instituciones es también parte del debate agonista, pero, para que tal debate tenga lugar, es necesaria la existencia de un espacio simbólico compartido.  Esto es lo que quise decir cuando en el capítulo 2 afirmé que la democracia requiere un “consenso conflictual”: consenso sobre los valores ético políticos de la libertad e igualdad para todos, disenso sobre su interpretación.  Por lo tanto, debería trazarse una línea entre aquellos que rechazan abiertamente esos valores y aquellos que, aunque los aceptan, luchan por interpretaciones contradictorias.
Mi postura puede parecer aquí similar a la de un teórico liberal como John Rawls, cuya distinción entre pluralismo “simple” y “razonable” es también un intento de trazar una división entre demandas legítimas e ilegítimas.  Sin embargo, difiere considerablemente de la postura de Rawls: él pretende que tal discriminación se fundamenta en la racionalidad y la moralidad, mientras que yo afirmo que el trazado de una frontera entre lo legítimo y lo ilegítimo constituye siempre una decisión política, y debería por lo tanto presentarse siempre a la discusión[24].  Siguiendo a Wittgenstein, afirmo que nuestra lealtad hacia los valores e instituciones democráticos no se basa en su racionalidad superior, y que los principios democráticos liberales pueden ser defendidos sólo en tanto constitutivos de nuestra forma de vida.  Al contrario de Rawls y Habermas, no intento presentar la democracia liberal como el modelo que sería escogido por todo individuo racional en condiciones ideales.  Es por eso que concibo la dimensión normativa inscripta en las instituciones políticas como de naturaleza “ético política” para indicar que siempre se refiere a prácticas específicas, dependiendo de contextos particulares, y que no es la expresión de una moralidad universal.
Efectivamente, desde Kant, la moralidad es a menudo presentada como un ámbito de postulados universales donde no hay lugar para el “desacuerdo racional”.  Esto, según mi punto de vista, es incompatible con el reconocimiento del carácter profundamente pluralista del mundo y el irreducible conflicto de valores.
Está claro que mi postura sobre los límites del pluralismo tiene implicaciones para el debate actual sobre multiculturalismo, y vale la pena explicar algunas de ellas.  En primer lugar, debemos distinguir las diferentes demandas reunidas bajo el rótulo de multiculturalistas, entre aquellas que tienen que ver con el reconocimiento de tradiciones y hábitos estrictamente culturales y aquellas de naturaleza directamente política.  Soy perfectamente consciente de que esto no es fácil, y que nunca va a haber una solución definitiva, clara y satisfactoria.  Pero se puede establecer una distinción aproximada entre un conjunto de demandas cuya satisfacción puede obtenerse sin amenazar el marco democrático liberal básico, y aquellas que conducirían a su destrucción.  Éste sería el caso, por ejemplo, de aquellas demandas cuya satisfacción requeriría la implementación de sistemas legales diferentes según el origen étnico o las creencias religiosas de los grupos.  Sin duda, existen ciertos casos especiales, como el de los pueblos indígenas, en los que pueden hacerse excepciones[25].  Pero el pluralismo legal no puede convertirse en la norma sin amenazar la permanencia de la asociación política democrática.  Una sociedad democrática requiere la lealtad de sus ciudadanos hacia un conjunto de principios ético políticos compartidos, generalmente explicitados en una constitución y encarnados en un marco legal, y no puede permitir la coexistencia de principios de legitimidad contradictorios entre sí.  Creer que, en nombre del pluralismo, a alguna categoría de inmigrantes se le debería otorgar una excepción es, según mi punto de vista, un error que indica una falta de comprensión del rol de lo político en el ordenamiento simbólico de las relaciones sociales.  Sin duda han existido algunas formas de pluralismo legal, como por ejemplo en el Imperio Otomano con el “sistema millet” (que reconocía a las comunidades musulmanas, cristianas y judías como unidades autogobernadas que podían imponer leyes religiosas restrictivas sobre sus propios miembros), pero tal sistema es incompatible con el ejercicio de la ciudadanía democrática, que postula la igualdad para todos los ciudadanos.

Un pluralismo de las modernidades
Cuando nos desplazamos de la política nacional a la internacional, encontramos un tipo muy diferente de pluralismo, que es necesario distinguir del pluralismo liberal.  El primer tipo de pluralismo es característico de la democracia liberal y está vinculado al fin de una concepción unificada de la buena vida y a la afirmación de la libertad individual.  Este pluralismo está incorporado a las instituciones de la democracia liberal, es parte de sus principios ético-políticos y debe ser aceptado por sus ciudadanos.  Pero existe también otro tipo de pluralismo, un pluralismo que socava la reivindicación de la democracia liberal de proveer el modelo universal que todas las sociedades deberían adoptar en razón de su racionalidad superior.  Tal pluralismo es el que está en juego en el proyecto multipolar.
Al contrario de lo que muchos universalistas liberales quisieran que creamos, el modelo de modernidad occidental –caracterizado por el desarrollo de un tipo de racionalidad instrumental y un individualismo atomista- no es la única forma adecuada de relacionarse con el mundo y con los otros.  Puede haber obtenido hegemonía en Occidente, pero –como han señalado muchos críticos- incluso aquí está lejos de ser la única forma de sociabilidad.  Siguiendo esta línea los historiadores intelectuales han comenzado a criticar la idea monolítica de la Ilustración y han revelado la presencia de una multiplicidad de ilustraciones diferentes, a menudo en rivalidad entre sí, que han sido desplazadas por el surgimiento de la modernidad capitalista.
Al examinar las diversas ilustraciones que ahora son reconocidas como constitutivas de la historia europea –civil, metafísica, neo-romana, basada en la soberanía popular, cívica- James Tully afirma que la pregunta “¿Qué es la Ilustración?” que fue formulada dentro de la tradición kantiana como una pregunta trascendental con una respuesta trascendental-legislativa definitiva, debería ser destrascendentalizada y reespecificada como una pregunta histórica “con diversas menores respuestas ilustradas, cada una referida a una forma de subjetividad ilustrada autoproclamada, adquirida mediante el ejercicio de un ethos particular y sus prácticas políticas afines”[26].  Sin embargo, no alcanza con limitar la investigación a Europa, porque una vez reconocido el carácter histórico de la cuestión, debemos admitir que, así como no puede recibir una respuesta trascendental definitiva, tampoco puede recibir una respuesta histórica definitiva.  De esta manera, Tully sugiere que “la problematización definida por ‘¿Qué es la Ilustración?’ ya no debería ser confinada a discusiones interminables sobre las soluciones rivales dentro de Europa y pensada dentro del contexto de la transición europea a un sistema moderno de Estados soberanos y sus sucesivas modificaciones”[27].
Pienso que las reflexiones de Tully sobre la posibilidad de ilustraciones no occidentales son fundamentales para la formulación del enfoque multipolar.  Efectivamente, tal enfoque requiere que aceptemos que existen otras formas de modernidad diferentes a las que Occidente intenta imponer sobre todo el mundo, sin respetar otras historias y tradiciones.  El hecho de defender un modelo de sociedad diferente del occidental no debería considerarse una expresión de atraso y prueba de que se permanece en una etapa “premoderna”.  Es hora de abandonar el principio eurocéntrico según el cual nuestro modelo tiene un título exclusivo sobre la racionalidad y la moralidad.

Una concepción mestiza de los derechos humanos
¿Cuáles son las consecuencias de este “pluralismo de las modernidades” para la noción de “derechos humanos”, que es central en el actual discurso democrático liberal?  Como hemos visto, los derechos humanos desempeñan un rol clave en el proyecto cosmopolita de una implementación mundial de la democracia liberal.  Su tesis principal es que la universalización de los derechos humanos requiere que otras sociedades adopten las instituciones occidentales.  Tal noción ¿debería ser descartada en un mundo multipolar?
Mi postura respecto de este tema es que pensar de un modo pluralista requiere cuestionar la idea de la universalidad de los derechos humanos como es generalmente entendida.  Estoy de acuerdo con Boaventura de Sousa Santos, cuando afirma que, en tanto sean concebidos como “universales”, los derechos humanos siempre van a ser un instrumento de lo que denomina la “globalización desde arriba”, algo impuesto por Occidente sobre el resto del mundo, y que esto va a impulsar el choque de civilizaciones[28].  Desde su punto de vista, la cuestión misma de la “universalidad” de los derechos humanos indica que es una cuestión cultural occidental, característica de una cultura específica, y no puede ser presentada como una invariante cultural.  Sin embargo, no infiere que éste sea un motivo para rechazarlos y, aunque reconociendo que las políticas de derechos humanos a menudo han estado al servicio de intereses económicos y geopolíticos de los Estados capitalistas hegemónicos, Sousa Santos afirma que el discurso de los derechos humanos también puede ser articulado en la defensa de los oprimidos.  Destaca la existencia de un discurso contra hegemónico de los derechos humanos, articulado en torno a la especificidad cultural y a diferentes versiones de la dignidad humana, en lugar de recurrir a falsos universalismos.  Propone una concepción “mestiza” de los derechos humanos, que los reelaboraría como “multiculturales”, permitiendo diferentes formulaciones según las diferentes culturas.
Sousa Santos sigue el enfoque de Raimundo Panikkar, quien sostiene que, a fin de entender el significado de los derechos humanos, es necesario analizar qué función desempeñan en nuestra cultura.  Esto nos permitiría establecer si esta función no se satisface de modos diferentes en otras culturas[29].  En la cultura occidental los derechos humanos son presentados como proveedores de los criterios básicos para el reconocimiento de la dignidad humana, y como la condición necesaria del orden político.
La cuestión que debemos plantearnos es si otras culturas no tienen respuestas diferentes a la misma pregunta; en otras palabras, deberíamos buscar equivalentes funcionales de los derechos humanos.
Si aceptamos que lo que está en juego en relación con los derechos humanos es la dignidad de la persona, está claro que esta cuestión puede responderse de diversas maneras.  Lo que la cultura occidental denomina “derechos humanos” es una forma culturalmente específica de responder a esta cuestión, una forma individualista específica de la cultura liberal y que no puede reivindicarse como la única legítima.
Considero que ésta constituye una perspectiva prometedora y, como Panikkar y Sousa Santos, insisto en la necesidad de pluralizar la noción de los derechos humanos a fin de impedir que se conviertan en un instrumento de imposición de la hegemonía occidental.
El hecho de reconocer una pluralidad de formulaciones de la idea de derechos humanos equivale a señalar su carácter político.
El debate sobre los derechos humanos no puede concebirse teniendo lugar en un terreno neutral, en el que los imperativos de la moralidad y la racionalidad –como son definidos en Occidente- representarían los únicos criterios legítimos.  Constituye un terreno moldeado por relaciones de poder, en el cual tiene lugar una lucha hegemónica; de ahí la importancia de dar lugar a una pluralidad de interpretaciones legítimas.

¿QUÉ EUROPA?
Quisiera concluir estas reflexiones sobre lo político con las siguientes preguntas: ¿Cuál sería el lugar de Europa en un mundo multipolar? ¿Es posible una Europa verdaderamente política, una Europa que también constituya un poder real? ¿Es incluso deseable?  Claramente, esta cuestión ha sido fuertemente debatida tanto por la derecha como por la izquierda.  Examinaremos ahora los motivos por los cuales muchas personas de izquierda no perciben esta posibilidad de un modo positivo[30].  Algunas de ellas identifican a Europa con el proyecto hegemónico capitalista occidental, y afirman que una Europa política no puede ser otra cosa que una disputa interna dentro de Occidente entre dos poderes que luchan por la hegemonía.  La única diferencia sería que Europa, en lugar de seguir a los Estados Unidos, se convertiría en su rival.  Aun si yo considerara el fin del mundo unipolar como un desarrollo positivo, éste no es, desde luego, el tipo de Europa que defiendo.  El establecimiento de un orden mundial pluralista requiere descartar la idea de que existe una sola forma posible de globalización, la actual globalización neoliberal, y no simplemente que Europa compita por su liderazgo con los Estados Unidos.  Para que Europa afirme su identidad es la idea misma de “Occidente” lo que debe cuestionarse, a fin de abrir el camino a una dinámica de pluralización que podría crear las bases para resistir la hegemonía neoliberal.
Otros integrantes de la izquierda desconfían de la integración europea porque consideran que el Estado-nación es el espacio necesario para el ejercicio de la ciudadanía democrática, que está amenazada por las instituciones europeas.  Perciben al proyecto europeo como el caballo de Troya del neoliberalismo, y como una amenaza a las conquistas obtenidas por los partidos socialdemócratas.  No niego que existe cierto fundamento para desconfiar de las actuales políticas europeas, pero el error es pensar que a escala nacional se podría resistir mejor la globalización neoliberal.  Es sólo a nivel europeo que uno puede comenzar a concebir una alternativa posible al neoliberalismo.  El hecho de que, desgraciadamente, no sea ésta la orientación que ha tomado la Unión Europea, debería, en lugar de hacernos renunciar a una política europea, convencernos de la importancia de que se continúe la lucha a nivel europeo a fin de influir en la futura configuración de Europa.
Los internacionalistas, como hemos visto, se oponen a la idea de una Europa política, porque se oponen a cualquier tipo de frontera y forma regional de pertenencia.  Defienden la “desterritorialización” creada por la globalización, que –desde su punto de vista- establece las condiciones para un mundo verdaderamente global sin fronteras, donde la “multitud nómada” va a poder circular libremente según sus deseos.  Afirman que la construcción de una Europa política reforzaría la tendencia a establecer una “Europa fortaleza” y aumentaría las discriminaciones existentes.  Tal posibilidad no debería descartarse, y en una Europa que se definiera a sí misma tan sólo como competidora de los Estados Unidos, es probablemente lo que ocurriría.  Pero la situación sería diferente en el contexto de un mundo multipolar, en el cual coexistirían grandes unidades regionales, y donde el modelo neoliberal de globalización no sería el único.
Aunque existe un consenso general entre aquellos en la izquierda que defienden la idea de una Europa política, en cuanto a que se debería fomentar un modelo diferente de civilización y no simplemente competir con la hegemonía norteamericana, también es cierto que no todos aceptan el enfoque multipolar.  Por ejemplo, algunos universalistas liberales que consideran que el modelo occidental de democracia liberal debería ser adoptado en todo el mundo, también defienden una Europa política, a la cual conciben mostrando el camino que deberían seguir todas las demás sociedades.  Lo que defienden es, de hecho, un proyecto cosmopolita, ya que afirman que Europa representa la vanguardia en el movimiento hacia el establecimiento de un orden universal basado en la implementación mundial de la ley y los derechos humanos.  Éste es por ejemplo el modo en que Habermas concibe el proyecto europeo[31].  Su convocatoria a los europeos en 2003, después de la invasión a Irak, a unirse y oponerse a las violaciones del derecho internacional y de los derechos humanos por parte del gobierno de Bush, fue desde luego bienvenida.  Sin embargo, aunque estoy de acuerdo con él acerca de la necesidad de crear una Europa fuerte, no coincido en concebir esta jugada como un primer paso hacia la creación de un orden cosmopolita, porque no acepto las premisas universalistas sobre las cuales se basa tal enfoque.
Según mi punto de vista, una Europa verdaderamente política lo puede existir en relación con otras entidades políticas, como parte de un mundo multipolar.  Si Europa puede desempeñar un rol crucial en la creación de un nuevo orden mundial, no es mediante la promoción de una ley cosmopolita a la que toda la humanidad “razonable” debería adherir, sino contribuyendo al establecimiento de un equilibrio entre polos regionales cuyas tradiciones e intereses específicos van a ser considerados como valiosos, y en el que van a ser aceptados diferentes modelos vernáculos de democracia.  Con esto no niego que necesitemos una serie de instituciones para regular las relaciones internacionales, pero esas instituciones, en lugar de organizarse en torno a una estructura de poder unificada, deberían permitir un grado significativo de pluralismo; a diferencia de lo que piensan los cosmopolitas, el objetivo no puede ser la universalización del modelo democrático liberal de Occidente.  El intento de imponer este modelo –considerado como el único legítimo- sobre sociedades recalcitrantes, conduce a presentar a las que no lo aceptan como “enemigos” de la civilización, creando así las condiciones para una lucha antagónica.  Sin duda seguirán existiendo conflictos en un mundo multipolar, pero en tal caso es menos probable que esos conflictos adopten una forma antagónica.  No tenemos el poder de eliminar los conflictos y escapar a nuestra condición humana, pero sí tenemos el poder de crear las prácticas, discursos e instituciones que permitirían que esos conflictos adopten una forma agonista.  Es por esto que la defensa y radicalización del proyecto democrático exige reconocer lo político en su dimensión antagónica, y abandonar la ilusión de un mundo reconciliado en el cual el poder, la soberanía y la hegemonía hayan sido superados.



Esta edición de En torno a lo política
de Chantal Mouffe, se termino de imprimir
en el mes de marzo de 2007
en Nuevo Offser, Viel 1444, Buenos Aires, Argentina.





* Clima intelectual y cultural de una época [N. de la T.].
[1] Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemony and Socialist Strategy: Tawards a Radical Democmtic Politia, Londres, Verso, 1985 [trad. esp.: Hegemonía y Estrategia Socialista, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2004]; Chantal Mouffe, The Return of the Political, Londres, Verso, 1993 [trad. esp.: El retorno de lo político, Barcelona, Paidós, 1999]; The Democmtic Paradox, Londres, Verso, 2000 [trad. esp.: La paradoja democrática, Barcelona, Gedisa, 2003].
[2] Carl Schmitt, The Concept of the Political, New Brunswick, Rutgers University Press, 1976,  p. 70 [trad. esp.: EL concepto de lo político, Madrid, Alianza, 1998].
[3] Ibid., p. 35.
[4] Ibid., p. 70.
* La contraposición en inglés entre policy y politics no tiene traducción al español, traduciéndose como “política” en ambos casos.  En esta cita (4) en la versión original en inglés se utiliza policy en los dos primeros casos y politics en los siguientes [N. de la T.].
[5] Ibid., p. 37.
[6] Jürgen Habermas, “Reply to Symposium Participants”, en Cardozo Law Review, vol. XVII, núm. 4-5, marzo de 1996, p. 1943.
[7] Henry Staten, Wittgenstein and Derrida, Oxford, Basil Blackwell, 1985.
[8] Ernesto Laclau, Emancipation(s), Londres, Verso, p. 90 [trad, esp.: Emancipación y diferencia, Buenos Aires, Ariel, 1996].
[9] Esta idea de “agonismo” está desarrollada en mi libro La paradoja democrática, cap. 4.  Sin duda no soy la única que utiliza este término, actualmente hay varios teóricos “agonistas”.  Sin embargo, generalmente conciben lo político como un espacio de libertad y deliberación, mientras que para mí constituye un espacio de conflicto y antagonismo.  Esto es lo que diferencia mi enfoque agonista del que plantean William Connolly, Bonnig Honig o James Tully.
[10] Elías Canetti, Crowds and Power, Londres, Penguin, 1960, p. 220 [trad. esp.: Masa y poder, en Obra Completa I, Barcelona, Debolsillo, 2005, p. 299].
[11] Ibid., p. 222 [trad. esp.: p. 301].
[12] 12 Elias Canetti, op. cit., p. 221 [trad. esp.: p. 299].
[13] Sigmund Freud, Civilization and its Discontents, The Standard Edition, vol. XXI, Londres, Vintage, 2001, p. 111 [trad. esp.: El malestar en la cultura, en Obras Completas, vol. XXI, Buenos Aires, Amorrortu, 1988, p. 108].
[14] Sigmund Freud, Group Psychology and the Analysis of the Ego, The Standard Edition, vol. XVIII, Londres, Vintage, 2001, p. 92 [trad. esp.: Psicología de las masas y análisis del yo, en Obras Completas, vol. XVIII, Buenos Aires, Amorrortu, 1989, p. 88].
[15] Sigmund Freud, Civilization..., op. cit., p. 114. [trad. esp.: p. 111].
[16] Ibid., p. 119 [trad. esp.: p. 115].
[17] Yannis Stavrakakis, “Passions of identification: Discourse, Enjoyment and European Identity”, en D. Howarth y J. Torfing (eds.), Discourse Theory in European Politics, Londres, Palgrave, 2004 (mimeo, p. 4).
[18] Slavoj Žižek, Tarring With the Negative, Durham, Duke University Press, 1993, p. 201.
[19] Ibid., p. 202.
[20] Jacques Rancière, Disagreement, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1991, p. 102 (modificada en la traducción) [trad. esp.: El desacuerdo. Política y filosofía, Buenos Aires, Nueva Visión, 1996, p. 129].
[21] Véanse por ejemplo sus críticas en Slavoj Žižek y Glyn Daly, Conversations with Žižek, Cambridge, Polity, 2004 [trad, esp.: Arriesgar lo imposible. Conversaciones con Glyn Daly, Madrid, Trotta, 2005].
[22] Norberto Bobbio, Destra e Sinistra: ragioní e significati di una distinzione politica, Roma, Donzelli Editore, 1994 [trad. esp.: Derecha e izquierda. Razones y significados de una distinción política, Madrid, Taurus, 1995].
[23] Niklas Luhmann, “The Future of Democracy”, en Thesis Eleven, núm. 26, 1990, p. 51.
[24] He criticado la postura de Rawls respecto de este punto en mi libro The Return of the Political, Londres, Verso, 1993, cap. 6.
[25] Para una discusión acerca de esos temas véase William Kymlicka, Multicultural Citizenshif, Oxford, Oxford University Press, 1995.
[26] James Tully, “Diverse Enlightenments”, en Economy and Society, vol. XXXII, núm. 3, agosto de 2003, p. 501.
[27] Ibid., p. 502.
[28] Boaventura de Sousa Santos, Towards a New Common Sense: Law, Science and Politics in a Paradigmatic Transition, Londres, Routledge, 1995, pp. 337-342.
[29] Raimundo Panikkar, “Is the Notion of Human Rights a Western Concept?”, en Diogenes, núm. 120, 1982, pp. 81 y 82.
[30] Para una visión general de esas posturas véase H. Frise, A. Negri y P. Wagner (eds.), Europa Política Ragioni di una necessità, Roma, Manifestolibri, 2002; en par­ticular la introducción, pp. 7-18.
[31] Véase por ejemplo Jürgen Habermas, The Postnational Constellation, Cambridge, Polhy Press, 2001, cap. 4 [trad. esp.: La constelación posnacional, Barcelona, Paidós, 2000].